Divina Misericordia: El drama es cuando ya no nos avergonzamos de nada, dijo el Papa

Divina Misericordia: El drama es cuando ya no nos avergonzamos de nada, dijo el Papa

El papa Francisco celebró este domingo 8 de abril, II de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia, una misa en la Plaza de San Pedro, con la participación de miles de fieles y en ocasión con el encuentro en Roma con 550 misioneros de la Misericordia, figuras creadas en el marco del Jubileo Extraordinario celebrado hace dos años. En su homilía el pontífice instó a “No tengamos miedo de sentir vergüenza: ¡el drama es cuando ya no nos avergonzamos de nada! ¡Pasamos de la vergüenza al perdón!”.

Francisco exhortó a los fieles a no “atrincherarse detrás de puertas cerradas”. Efectivamente, “entrando hoy, a través de sus heridas, en el misterio de Dios, comprendemos que la misericordia no es una de sus cualidades entre tantas, sino la palpitación de su mismo corazón. Y entonces, ya no vivamos como discípulos inciertos, devotos pero titubeantes; ¡convirtámonos también nosotros en verdaderos enamorados del Señor!”.

“Que el Señor nos dé la gracia de comprender la vergüenza, de verla no como una puerta cerrada, sino como el primer paso hacia el encuentro”, invocó el pontífice durante la homilía. “Cuando sintamos vergüenza, debemos estar agradecidos, quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno”. La vergüenza es “una invitación secreta del alma que necesita al Señor para derrotar el mal; el drama es cuando ya no nos avergonzamos de nada”. Y “después de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado”. Pero esta puerta solamente está cerrada por un lado, el nuestro”; del lado de Dios nunca está cerrada la puerta: “Él, como enseña el Evangelio, ama entrar precisamente “a puertas cerradas” y cuando todo umbral parece tapiado, “allí Dios obra maravillas”. Dios nunca “decide separarse de nosotros, somos nosotros los que lo dejamos afuera”, dijo Francisco.

Pero, cuando confesamos, sucede lo inaudito: “descubrimos que precisamente ese pecado, que nos tenía lejos del Señor, se convierte en lugar de encuentro con Él”. Allí, “el Dios herido de amor viene al encuentro de nuestras heridas. Y hace nuestras miserables heridas semejantes a sus gloriosas heridas porque Él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias”.

La fiesta de la Divina Misericordia se celebra el primer domingo después de Pascua y fue instituida oficialmente por san Juan Pablo II durante la canonización de Santa Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000, la religiosa polaca del siglo XX

Es una fiesta para manifestar en el mundo su inmensa compasión por los Hombres: “Deseo que la fiesta de la Misericordia sea un recurso y un refugio para todas las almas y sobre todo para los pobres pecadores. En este día, las puertas de mi misericordia están abiertas, yo les daré un océano de gracias a las almas que se aproximarán a la fuente de mi misericordia” le dijo Jesús a santa Faustina.

Homilía de Santo Padre
En el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,20); luego, dijeron a Tomás: “Hemos visto al Señor” (v. 25). Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle: “Les enseñó las manos y el costado” (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo sucedió a Tomás; también él quería ver “en sus manos la señal de los clavos” (v. 25) y después de haber visto creyó (v. 27).

A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor. El Evangelio llama a Tomás “Dídimo” (v. 24), es decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro hermano mellizo. Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios existe; no nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un Dios distante, por más que sea justo y santo. No, tenemos también la necesidad de “ver a Dios”, de palpar que él ha resucitado por nosotros.

¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Es entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros. Queridos hermanos y hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y hablar de los grandes valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19- 20) que son más sólidas que cualquier duda.

Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”.

Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez mandamientos ya decía: “Yo soy el Señor, tu Dios” (Ex 20,2) y reiteraba: “Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso” (v. 5). He aquí la propuesta de Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del corazón conmovido de Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor.

¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar. Pero ir a confesarse parece difícil, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón.

Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado. También nosotros podemos pensar: “Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada, cometo siempre los mismos pecados”. Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además —quien conoce el sacramento del perdón lo sabe—, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón.

Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas”, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, en su misericordia nuestra esperanza.+

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