Buenos Aires (AICA): Hoy, 17 de septiembre de 2014, en homenaje y conmemoración a la figura de José Manuel Estrada, de quien se cumplen 120 años de su muerte, se celebra en la Argentina un día tan significativo como singular: el Día del Profesor. Y en este pequeño homenaje, que acaso pretende ser más que una simple efeméride, la primera pregunta que nos deberíamos plantear es la siguiente: ¿Quién es este hombre para que tan egregia fecha se conmemore en su nombre?
Seguramente, el lector avezado habrá notado que en la precedente interrogación el verbo ser se encuentra conjugado y formulado en presente (“Quién es”, y no, “quién fue” o “quién habrá sido”). La razón de ello estriba en un motivo tan sencillo como profundo: los grandes hombres de nuestra historia, los auténticos próceres de nuestra amada y flagelada Patria, aunque fueron, continúan siendo… y desde luego, serán. En la memoria, en la tradición viva, en la interpelación constante de su inexpugnable vigencia, el lugar de los grandes es el hoy, es decir, el para siempre.
José Manuel Estrada nació en Buenos Aires el 13 de julio de 1842 y murió en el Paraguay el 17 de septiembre de 1894. ¿Qué apasionados amores concurrieron y transcurrieron, fervorosos, al interior de esos trascendentes y jóvenes 52 años? Constituya nuestra respuesta homenaje y semblanza, y sirva, pues, para dejar trazada con gratitud la entrañable huella de nuestro autor.
Estrada amó la Patria, y lo expresó en su predilección por la historia y su comprometida participación ciudadana y política. Amó la familia, en el amor a su esposa, Elena, y en la fecundidad de los hijos. Amó la fe católica, la cual profesó ardientemente con vigorosidad y testimonió, incólume, hasta el fin. Amó la excelsitud de la palabra: cuando Estrada escribía, persuadía, pero cuando hablaba, engalanaba y cautivaba. Era un orador nato, excepcional.
Sin embargo, y a propósito de nuestro día, un capítulo aparte merece aquel amor singular al cual consagró gran parte de su vida: el amor por la educación de los adolescentes y jóvenes. Escuchemos, ahora, su propias palabras: “Mis jóvenes amigos: Os esperaba; y he querido pensar lo que debía deciros en esta despedida, cuyo dolor vosotros no podéis medir. Para concebir el amor paterno, es necesario que la naturaleza despierte todas las ternuras en el corazón del hombre. ¡Cerca de veinte años en la cátedra me han enseñado a amar a la juventud! Al despedirme de ella, he querido recibiros rodeado de mis hijos, a quienes seguís en mis predilecciones; y en esta casa, cuya modestia os prueba, que en esos veinte años he pensado mucho en vosotros y muy poco en mí mismo.
“Ha sido para mí la enseñanza un altísimo ministerio social, a cuyo desempeño he sacrificado el brillo de la vida y las solicitudes de la fortuna: el tiempo, el reposo, la salud, y en momentos amargos, mi paz y la alegría de mi familia.
(…) Vosotros creéis en la justicia. No esterilicéis esa fe sagrada y noble de la primera edad. ¡Servidla, mis jóvenes amigos, con abnegación, con sacrificio, con virilidad! Sea éste mi último consejo y mi última lección. Os la doy con mi palabra, os la doy con mi persona. (…) ¡De las astillas de las cátedras destrozadas por el despotismo, haremos tribunas para enseñar la justicia y predicar la libertad! (…) El amor a la verdad nos separa. Él nos reunirá, donde los ciudadanos de un pueblo libre luchan y triunfan contra los traficantes y los ambiciosos. Entre tanto, señores, os deseo maestros que os amen como os he enseñado, y os sirvan con la misma sinceridad”.
Tan emocionantes y sentidas palabras salieron de don José Manuel cuando, en el atardecer de su vida, despojado de todos sus cargos públicos profesionales (rectorado del Colegio Nacional de Buenos Aires; catedrático de la Facultad de Derecho), y a causa de su perspicaz inteligencia y de su inquebrantable Fe, recibió el mayor de todos los honores, acaso esos honores que todo auténtico profesor anhela con sigilo en lo profundo del corazón: el reconocimiento, homenaje y gratitud de sus propios alumnos.
Estimados profesores: que la persona de José Manuel Estrada, modelo cabal de educador argentino, sea, una vez más, manantial de agua fresca y fuente inspiradora para que renovemos con alegría, profesionalismo y entusiasmo, nuestra altísima y nobilísima vocación.
Que el Señor Jesús, Maestro de la Vida y Señor de la Historia, mantenga siempre viva en nuestras miradas la llama del sentido y la esperanza, y haga fecunda nuestra sacrificada y dignificante siembra.
Recemos y trabajemos, nuestra tierra de misión es el aula. Si es Su voluntad, en algún mañana, cercano o póstumo, reverdecerán en las juveniles almas que Él nos ha confiado, las inmaculadas flores del Bien, la Verdad y la Belleza.+ (Prof. Fabián Ledesma)
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