Francisco fue recibido por el arzobispo anglicano Stanley Ntagali junto con el cual descubrió una placa conmemorativa cerca de la capilla, restaurada recientemente, y se dirigió al lugar donde los mártires fueron condenados, torturados y asesinados. En el santuario había 40 obispos del episcopado anglicano ugandés. Tras rezar por unos minutos en silencio, el Papa se despidió del arzobispo Ntagali para recorrer en papamóvil los 3 kilómetros que separan este santuario del católico.
El santuario nacional católico de Namugongo está en un gran parque natural donde las celebraciones religiosas se desarrollan a menudo al aire libre, dada la gran afluencia de fieles. La forma de la iglesia recuerda la de las cabañas de la etnia Baganda y se asienta sobre 22 pilastras que recuerdan a los 22 mártires católicos. Frente a la entrada principal de la basílica, bajo el gran altar está el lugar donde Carlos Lwanga fue quemado vivo en 1886. La iglesia fue consagrada por el beato Pablo VI durante su viaje apostólico a Uganda en 1969 y es meta de peregrinaciones a lo largo del año, pero sobre todo el 3 de junio, día del martirio de Carlos Lwanga.
Antes de celebrar la Eucaristía, Francisco se detuvo en la basílica para rezar ante el altar que conserva las reliquias de Carlos Lwanga. Después dio una vuelta en papamóvil para saludar a los miles de fieles que participaron en la misa por el 50º aniversario de la canonización de los mártires de Uganda y pronunció la siguiente homilía:
“Desde la época apostólica hasta nuestros días, surgió un gran número de testigos para proclamar a Jesús y manifestar el poder del Espíritu Santo. Hoy, recordamos con gratitud el sacrificio de los mártires ugandeses, cuyo testimonio de amor por Cristo y su Iglesia alcanzó precisamente “los extremos confines de la tierra”. Recordamos también a los mártires anglicanos, su muerte por Cristo testimonia el ecumenismo de la sangre. Todos estos testigos han cultivado el don del Espíritu Santo en sus vidas y han dado libremente testimonio de su fe en Jesucristo, aun a costa de su vida y muchos de ellos a muy temprana edad”.
“También nosotros hemos recibido el don del Espíritu, que nos hace hijos e hijas de Dios, y para dar testimonio de Jesús y hacer que lo conozcan y amen en todas partes. Hemos recibido el Espíritu cuando renacimos por el bautismo y cuando fuimos fortalecidos con sus dones en la Confirmación. Cada día estamos llamados a intensificar la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a “reavivar” el don de su amor divino para convertirnos en fuente de sabiduría y fuerza para los demás”.
“El don del Espíritu Santo se da para ser compartido. Nos une mutuamente como fieles y miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. No recibimos el don del Espíritu sólo para nosotros, sino para edificarnos los unos a los otros en la fe, en la esperanza y en el amor. Pienso en los santos José Mkasa y Carlos Lwanga que, después de haber sido instruidos por otros en la fe, han querido transmitir el don que habían recibido. Lo hicieron en tiempos difíciles. No estaba amenazada solamente su vida, sino también la de los muchachos más jóvenes confiados a sus cuidados. Dado que ellos habían cultivado la propia fe y habían crecido en el amor de Cristo, no tuvieron miedo de llevar a Cristo a los demás, aun al precio de su propia vida. Su fe se convirtió en testimonio; venerados como mártires, su ejemplo sigue inspirando hoy a tantas personas en el mundo. Ellos siguen proclamando a Jesucristo y el poder de la cruz”.
“Si, a semejanza de los mártires, reavivamos cotidianamente el don del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, entonces llegaremos a ser de verdad los discípulos misioneros que Cristo quiere que seamos. Sin duda, lo seremos para nuestras familias y nuestros amigos, pero también para los que no conocemos, especialmente para quienes podrían ser poco benévolos e incluso hostiles con nosotros. Esta apertura hacia los demás comienza en la familia, en nuestras casas, donde se aprende a conocer la misericordia y el amor de Dios. Y se expresa también en el cuidado de los ancianos y de los pobres, de las viudas y de los huérfanos”.
“El testimonio de los mártires nuestra, a todos los que han conocido su historia, entonces y hoy, que los placeres mundanos y el poder terreno no dan alegría ni paz duradera. Es más, la fidelidad a Dios, la honradez y la integridad de la vida, así como la genuina preocupación por el bien de los otros, nos llevan a esa paz que el mundo no puede ofrecer. Esto no disminuye nuestra preocupación por las cosas de este mundo, como si mirásemos solamente a la vida futura. Al contrario, nos ofrece un objetivo para la vida en este mundo y nos ayuda a acercarnos a los necesitados, a cooperar con los otros por el bien común y a construir, sin excluir a nadie, una sociedad más justa, que promueva la dignidad humana, defienda la vida, don de Dios, y proteja las maravillas de la naturaleza, la creación, nuestra casa común”.
“'Queridos hermanos y hermanas, esta es la herencia que han recibido de los mártires ugandeses: vidas marcadas por la fuerza del Espíritu Santo, vidas que también ahora siguen dando testimonio del poder transformador del Evangelio de Jesucristo. Esta herencia no la hacemos nuestra como un recuerdo circunstancial o conservándola en un museo como si fuese una joya preciosa, sino que verdaderamente la honramos y a todos los santos, cuando llevamos su testimonio de Cristo a nuestras casas y a nuestros prójimos, a los lugares de trabajo y a la sociedad civil, tanto si nos quedamos en nuestras propias casas como si vamos hasta los más remotos confines del mundo”.
“Que los mártires ugandeses, junto con María, Madre de la Iglesia, intercedan por nosotros, y que el Espíritu Santo encienda en nosotros el fuego del amor divino. Omukama abawe omukisa. (Que Dios los bendiga)”.+
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