“¿Me quieren?”, arrancó la homilía del Papa en inglés. “¡Sí!”, respondieron todos. El Santo Padre dijo divertido: “Gracias, muchas gracias, pero estaba leyendo las palabras de Jesús”. La improvisación del Pontífice argentino desató la ovación y las risas de los obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas filipinos presentes en la Catedral.
Francisco volvió a improvisar, respecto al discurso que tenía escrito, para destacar que “los pobres son el corazón del Evangelio”. “Si dejamos a los pobres fuera del Evangelio no podremos comprender a Jesús”, añadió.
Unos dos mil asistentes vestidos de riguroso blanco, como suele ser costumbre en Asia y otros lugares debido a las altas temperaturas, asistieron a la celebración en la que se habló en latín, en inglés y también en tagalo.
En sus palabras, recordó que “la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad y la injusticia, profundamente arraigada, que deforman el rostro de la sociedad filipina contradiciendo las enseñanzas de Cristo”. “Sólo si llegamos a ser pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas”, insistió.
En ese sentido, también recordó que los sacerdotes “estamos llamados a ser ‘embajadores de Cristo’” a través de su ministerio de la reconciliación. “Proclamamos la Buena Nueva del amor infinito, de la misericordia y de la compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio”, afirmó.
“Ser un embajador de Cristo significa” invitar a un renovado encuentro personal con el Señor, “pero el Evangelio es también una llamada a la conversión, a examinar nuestra conciencia, como individuos y como pueblo”, señaló.
En ese sentido, indicó que “la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad” que contradicen las enseñanzas de Cristo, pues cada cristiano está llamado a vivir una vida honesta, íntegra e interesada el bien común.
“Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia reconciliadora. San Pablo explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante”, indicó.
En ese sentido, recordó que los santos enseñan que el “encuentro diario con el Señor en la oración” es la fuente “de todo el celo apostólico”.
Vivir la novedad del Evangelio, “para todos nosotros, significa vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los demás. El gran peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a ser pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas”.
Asimismo, pidió a los seminaristas estar “cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados, pero siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de esperanza”.
“Proclamar la belleza y la verdad del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como saben, estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos valores que han inspirado y plasmado todo lo mejor de su cultura”, exhortó.
Francisco afirmó que los filipinos son conocidos “por su amor a Dios, su ferviente piedad y su cálida devoción a Nuestra Señora y su rosario. Este gran patrimonio contiene un poderoso potencial misionero”.
“Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre de la Iglesia, que les conceda un celo desbordante que los lleve a gastarse con generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera, el amor reconciliador de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido de la sociedad filipina y, a través de él, hasta los confines de la tierra”, concluyó.
Un momento emotivo fue cuando el Papa, al momento del saludo de la paz, se bajó del altar para acercarse a un grupo de religiosas discapacitadas y a un sacerdote anciano, que se esforzó para ponerse de pie y con emoción recibir el saludo del Santo Padre.
La celebración finalizó con una hermosa antífona mariana, cantada a la Virgen por todos los presentes en la octava versión de un templo construido en 1581 con bambú y hojas de palma y devastado repetidamente por tifones, incendios, terremotos y bombardeos.
Homilía del Santo Padre en la catedral de Manila
“¿Me amas? ... Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en el Evangelio de hoy son las primeras que les dirijo, queridos hermanos obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y jóvenes. Estas palabras nos recuerdan algo esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor. Toda vida consagrada es un signo del amor reconciliador de Cristo. Al igual que santa Teresa de Lisieux, cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras vocaciones, está llamado de alguna manera a ser el amor en el corazón de la Iglesia.
Los saludo a todos con gran afecto. Y les pido que hagan llegar mi afecto a todos vuestros hermanos y hermanas ancianos y enfermos, y a todos aquellos que pudieron unirse a nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en Filipinas mira hacia el quinto centenario de su evangelización, sentimos gratitud por el legado dejado por tantos obispos, sacerdotes y religiosos de generaciones pasadas. Ellos trabajaron, no sólo para predicar el Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino también para forjar una sociedad animada por el mensaje del Evangelio de la caridad, el perdón y la solidaridad al servicio del bien común. Hoy ustedes continúan esa obra de amor. Como ellos, están llamados a construir puentes, a apacentar las ovejas de Cristo, y preparar caminos nuevos para el Evangelio en Asia, en los albores de una nueva era.
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14). En la primera lectura de hoy san Pablo nos dice que el amor que estamos llamados a proclamar es un amor reconciliador, que brota del corazón del Salvador crucificado. Estamos llamados a ser “embajadores de Cristo” (2 Co 5,20). El nuestro es un ministerio de la reconciliación. Proclamamos la Buena Nueva del amor infinito, de la misericordia y de la compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es la promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la salvación a nuestro mundo quebrantado. Es capaz de inspirar la construcción de un orden social verdaderamente justo y redimido.
Ser un embajador de Cristo significa, en primer lugar, invitar a todos a un renovado encuentro personal con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium, 3). Esta invitación debe estar en el centro de vuestra conmemoración de la evangelización de Filipinas. Pero el Evangelio es también una llamada a la conversión, a examinar nuestra conciencia, como individuos y como pueblo. Como los obispos de Filipinas han enseñado justamente, la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad y la injusticia profundamente arraigada, que deforman el rostro de la sociedad filipina, contradiciendo claramente las enseñanzas de Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a vivir una vida de honestidad, integridad e interés por el bien común. Pero también llama a las comunidades cristianas a crear “círculos de integridad”, redes de solidaridad que se expandan hasta abrazar y transformar la sociedad mediante su testimonio profético.
Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia reconciliadora. San Pablo explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante. ¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y el poder liberador de la Cruz, si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de Dios sacuda nuestra complacencia, nuestro miedo al cambio, nuestros pequeños compromisos con los modos de este mundo, nuestra “mundanidad espiritual” (cf. Evangelii Gaudium, 93)?
Para nosotros, sacerdotes y personas consagradas, la conversión a la novedad del Evangelio implica un encuentro diario con el Señor en la oración. Los santos nos enseñan que ésta es la fuente de todo el celo apostólico. Para los religiosos, vivir la novedad del Evangelio significa también encontrar siempre de nuevo en la vida comunitaria y en los apostolados de la comunidad el incentivo de una unión cada vez más estrecha con el Señor en la caridad perfecta. Para todos nosotros, significa vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los demás. El gran peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a ser pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las cosas desde una perspectiva nueva y así responderemos con honestidad e integridad al desafío de anunciar la radicalidad del Evangelio en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización y a la inequidad escandalosa.
Quisiera dirigir unas palabras especialmente a los jóvenes sacerdotes, religiosos y seminaristas, aquí presentes. Les pido que compartan con todos la alegría y el entusiasmo de su amor a Cristo y a la Iglesia, pero sobre todo con ustedes coetáneos. Que están cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados, pero siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de esperanza. Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de una sociedad abrumada por la pobreza y la corrupción, están abatidos, tentados de darse por vencidos, de abandonar los estudios y vivir en las calles. Proclamar la belleza y la verdad del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como saben, estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos valores que inspiraron y plasmado todo lo mejor de su cultura.
La cultura filipina, de hecho, fue modelada por la creatividad de la fe. Los filipinos son conocidos en todas partes por su amor a Dios, su ferviente piedad y su cálida devoción a Nuestra Señora y su rosario. Este gran patrimonio contiene un poderoso potencial misionero. Es la forma en la que su pueblo inculturó el Evangelio y sigue viviendo su mensaje (cf. Evangelii Gaudium, 122). En sus trabajos para preparar el quinto centenario, construyan sobre esta sólida base.
Cristo murió por todos para que, muertos en él, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para él (cf. 2 Co 5,15). Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre de la Iglesia, que les conceda un celo desbordante que los lleve a gastarse con generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera, el amor reconciliador de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido de la sociedad filipina y, a través de él, hasta los confines de la tierra.+
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