En el Día de la Mujer, homenaje a una religiosa en el hospital de Gastroenterología

En el Día de la Mujer, homenaje a una religiosa en el hospital de Gastroenterología

En este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, muy pocos se acordarán de las religiosas, como las cuatro Misioneras de la Caridad, de la Madre Teresa de Calcuta, degolladas en Yemen por terroristas musulmanes. Muchos menos tendrán presente a miles de religiosas que, en todo el mundo, gastan su vida por Cristo, por su Iglesia y por los enfermos en los hospitales.

Felizmente, en el Hospital de Gastroenterología Bonorino Udando, de la ciudad de Buenos Aires, se descubrirá hoy una placa de homenaje a la Hermana Bernadette, quien durante 53 años ininterrumpidos sirvió allí al Señor en la persona de los enfermos.

En adhesión al homenaje que se le tributará en el mencionado hospital, el presbítero Christian Viñas, responsable de la oficina de prensa del arzobispado de La Plata, envió a AICA una nota escrita a un mes del fallecimiento de la Hermana Bernadette, en julio de 2015, y que publicamos a continuación.

Hna. Bernadette: austríaca caricia de Dios, en Parque Patricios
Dios, en su providente amor para con todos, nos regala muestras constantes de su predilección. Y lo hace con esas caricias que, lamentablemente, no pocas veces se nos pasan inadvertidas. Porque no vemos descender del Cielo su mano y cubrir nuestro rostro. O porque, sin más, se convierten en rutina.

Una de esas caricias fue para nosotros la hermana María Bernadette del Salvador Oculto, o Hermana Bernadette, como la conocían todos, de la Congregación de las Hermanas Franciscanas Educacionistas que, durante 53 ininterrumpidos años, desarrolló una enorme labor apostólica con los enfermos del Hospital de Gastroenterología Doctor Bonorino Udaondo, de Parque Patricios, en la ciudad de Buenos Aires.

Nacida en Austria el 23 de septiembre de 1932 (su nombre en el siglo era Teresa Hackl), ingresó en la Congregación el 11 de febrero de 1958. Tras su primera profesión, llegó a la Argentina en 1962, junto con la hermana M. Beatrix Hoffer. El hospital sería, desde entonces, su único y último destino religioso.

Trabajó incansablemente con una entrega total y silenciosa. Prestó sus servicios en la ropería y en la atención de los enfermos; y se prodigó para ellos hasta en los más mínimos detalles.

Solo sonrisas y palabras de consuelo brotaban de su boca. Jamás tuvo una expresión de queja o de fastidio; ni siquiera en las incontables madrugadas en que, a cualquier hora, llamaban a su puerta. Fue de esas religiosas que, aun en ámbitos y contextos nada fáciles, siempre se las ingenian para ver y mostrar a todos las huellas de Dios en sus vidas.

Obviamente vivió de todo en el hospital: la angustia por los presupuestos siempre insuficientes; las pujas y conflictos gremiales; la siempre desigual lucha contra la pobreza, la indigencia y la exclusión; la falta de personal y de medios y todo aquello que, en la Argentina, azota a un centro asistencial del Estado. Emergía, de cualquier modo, aun en las más extremas circunstancias, con su radiante y diminuta figura, llena del Resucitado.

Su sola presencia nos contagiaba paz –sostuvo, entre sollozos, un médico con el que trabajó varias décadas-. Ahogaba en su corazón, ojos y oídos bien abiertos, todas las angustias y frustraciones.

Fue siempre noticia y no apareció nunca en los medios. Jamás la escuché dar recetas fáciles ni palabras de manual. Ante los dramas y problemas que brotaban a borbotones de labios desesperados, callaba, sostenía la mirada en los ojos de su interlocutor y dejaba que la Palabra hecha carne consolara y sanase. Eran instantes de un silencio absoluto, cargado de eternidad, que contenía en sí mismo todas las respuestas.

Su ausencia de frases hechas –confió una enfermera- era la cuna de todas las soluciones. Mil veces fui testigo de cómo los enfermos, médicos y otros trabajadores del hospital, sin ella haber dicho nada, le agradecían haberlos colmado de respuestas.

La profesión perpetua la realizó en la Argentina el 2 de febrero de 1966. Y, en nuestro país –al que amó verdaderamente como el suyo-, rodeada del cariño de hermanas de congregación, sacerdotes, médicos, pacientes y familiares, personal de servicio y otros amigos, celebró sus Bodas de Plata el 2 de febrero de 1985, y sus Bodas de Oro el 2 de febrero de 2010.

Fue, también para mí como sacerdote, un enorme regalo de Dios. Sabía de su existencia por los testimonios de no pocos fieles de la parroquia Virgen de los Milagros de Caacupé, en la villa 21, de Barracas, en la que colaboré seis años siendo seminarista. Pero recién pude conocerla personalmente, ya de cura, cuando una indigestión me llevó a la guardia del hospital; y ahí comenzó un vínculo maravilloso, que fraguó en inolvidables misas celebradas para ella y la hermana María Isabel en la pequeña capilla de su comunidad religiosa.

En mis fugaces pasos por Buenos Aires, gozaba profundamente de compartir la Eucaristía con ella. Jamás me tuteó, pese a que podía ser su hijo. Su hondo respeto por la figura sacerdotal le impedía entrar en desubicadas familiaridades y, por el contrario, arrancaba de ella vivas expresiones de gratitud al Señor por el don de los sacerdotes para la Iglesia.

Aun en su inviolable parquedad, pude descubrir en sus últimos meses su preocupación por la creciente descristianización en Europa y en la Argentina. Le arrancaba, de cualquier modo, una sonrisa desbordante de felicidad cuando le pedía que intensificase sus plegarias al Señor, por intercesión del Beato Carlos, último Emperador de Austria y Rey apostólico de Hungría.

La hermana Valeria, Superiora Regional, al escribir su nota necrológica subrayó que la Hermana Bernadette se destacó por la generosidad, la alegría serena, la disponibilidad fraterna en el servicio. Practicó la caridad en todo momento, tanto con sus hermanas de comunidad como con las tantas personas que compartieron con ella el servicio en el Hospital. Su entrega fue siempre silenciosa, desde lo oculto, imitando a su Salvador Oculto, a quien entregó su vida y por quien se brindó a los hermanos que tanto recibieron de su corazón, siempre dispuesto a amar.

El sábado 30 de mayo, día dedicado a María, la Virgen pareció anunciarle que pronto estaría gozando del Cielo. Sufrió un ACV con derrame cerebral, y permaneció en estado de inconsciencia desde el domingo 31 de mayo, Solemnidad de la Santísima Trinidad, hasta el martes 2 de junio, cuando el Señor coronó su obra de amor en ella. Su muerte –destacaron sus hermanas de congregación- fue tan silenciosa como su vida. Pasó serenamente de servir a Jesús en sus hermanos sufrientes, a alabarlo en la gloria del Cielo.

Había tomado como propósito para este 2015 ser, para la comunidad, semilla de amor y paciencia; para la Región, semilla de generosidad y, para la Congregación, semilla de oración. Concluyó sus días como vivió: callando y amando.

Hoy muchos dicen que quieren cambiar a la Iglesia; incluso quienes ni aparecen por la iglesia, ni buscan cumplir los mandamientos. Abundan, así, por todos lados, lieros y gritones que, a la hora de la verdad, solo imaginan una Iglesia a medida, sin exigencias, sin límites, en una palabra, sin Cruz.

Felizmente, Dios nos sigue enseñando con ejemplos como el de la Hermana Bernadette, que desde la Resurrección y Pentecostés, hace 2000 años, la verdadera reforma de Su Iglesia pasa por la búsqueda sincera, apasionada y hasta extenuante de la santidad, que nace, se desarrolla y madura en el silencio. En el eco de aquel Silencio en que el Padre Eterno pronunció su única, salvadora y definitiva Palabra.+ (Christian Viñas)

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