Mons. Aguer pide desterrar el nepotismo de la función pública
El siguiente es el texto del artículo de monseñor Aguer, que además es académico de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas:
A propósito del nepotismo
El gobierno nacional y el bonaerense han emprendido una cruzada contra el nepotismo. Como es sabido, se llama así a la excesiva protección o preferencia que algunos dan a sus parientes para la obtención de empleos públicos y la permanencia en ellos. Las recientes decisiones prohíben a los funcionarios esa práctica. ¡Tarde piaste! Precipitaron la medida las consecuencias del papelón protagonizado por un ministro. Además, el afán por distinguirse del gobierno anterior llevó al actual a incurrir en una sobreactuación. Pero más vale tarde que nunca, con exageración y todo. Porque, si no entendí mal, el veto no se limita a las reparticiones que están a cargo de cada funcionario, sino que incluye a los allegados que cumplen tareas en cualquier otro organismo del Estado. ¿Y si no alcanzaron el empleo merced a la influencia del político en el poder, y lo obtuvieron antes del encumbramiento de éste, por sus propios méritos? Lo cierto es que presenciamos renuncias obligadas.
Desterrar el nepotismo es un propósito virtuoso en una república; en la nuestra, esa preferencia injustificada por los parientes para los cargos públicos tiene viejas y hondas raíces.
La historia de la Iglesia registra la persistencia del mismo vicio durante siglos, especialmente en aquellos en los que los Estados Pontificios constituían una potencia políticamente relevante. 'Nepotes' eran los sobrinos del Papa, generalmente cardenales; a los que no tenían vocación eclesiástica les otorgaban un feudo o les conseguían un matrimonio principesco. Aunque pudo verificarse algún antecedente más lejano, es en la Edad Media y en el Renacimiento cuando aquella práctica resultaba un recurso habitual.
Incurrieron en ella, por ejemplo, Celestino III e Inocencio III, que, por otra parte, fue un gran pontífice. Luego, Inocencio IV favoreció a los Fieschi, Nicolás III a los Orsini, Bonifacio VIII a los Caetani; Clemente V, Juan XXII, Clemente VI e Inocencio VI apelaron a la ayuda de familiares en situaciones sumamente conflictivas que hacían necesario contar con personas confiables. Todavía fue peor lo que ocurrió después, con una total oficialización de aquellas prácticas en los pontificados de Pío III (Piccolomini), Sixto IV (Della Rovere), León X y Clemente VI (Medici), Inocencio VIII (Cibo), Alejandro VI (Borgia), Pablo III (Farnese). Gracias al nepotismo de este último podemos admirar las pinturas del Tiziano en la Galería de Capodimonte, Nápoles, que retratan al Papa Farnese y sus parientes.
San Pío V reaccionó contra esa costumbre, pero Sixto V creó el cargo de cardenal-sobrino, encargado de los asuntos de la Santa Sede, lo que actualmente es la Secretaría de Estado. Para no generalizar la condena de modo inconsiderado, recordemos que San Carlos Borromeo, un hombre extraordinario, fue cardenal-nepote de su tío Pío IV a los 21 años.
El antinepotismo sistemático comenzó con el beato Inocencio XI y continuó con Inocencio XII, que en 1692 decretó la abolición definitiva de esa costumbre mediante la Constitución Apostólica “Romanum decet Pontificem”. Entonces nace el cargo de Secretario de Estado. Proyectando la cuestión a la actualidad se me ocurre una hipótesis que no me parece descabellada: el escándalo de los “vatileaks” que tanto daño ocasionó al pontificado del gran Benedicto XVI, probablemente no hubiera ocurrido si el puesto del desleal Paolo Gabriele hubiera sido ocupado por un sobrino del papa Ratzinger.
Reencauzando la reflexión hacia el problema argentino, considero razonable, por ejemplo, que un ministro se valga de la lealtad y confianza de un hijo –suponiendo que no sea ni tarado ni ventajero- para atender su secretaría privada. Lo reprochable del nepotismo, en general, es que se elude el examen de idoneidad para atender únicamente al parentesco o la afinidad. Por desgracia, el nuestro es el país del amiguismo, la recomendación y el “empujoncito”, en todos los órdenes, y este mal ha arruinado la cultura política nacional. El remedio está en exigir, mediante concursos, la competencia; concursos transparentes, claro está. Este requisito libraría al Estado nacional, provincial y municipal de tantos funcionarios ineptos o corruptos. Puede parecer indecoroso que ocupen cargos importantes muchos parientes de los funcionarios de un gobierno, pero si examinados objetivamente resultan ser los mejores, no veo razones decisivas para protestar por ello.
Esperemos que el “brote” de transparencia que ha dado motivo a esas líneas no quede en mero reflejo puritano. No será fácil reformar, renovar, una cultura social y política viciada, pero alguna vez hay que empezar. Esta aspiración no tiene nada de liberal, es simplemente razonable; me refiero a la razón política expuesta por Aristóteles. Por otra parte, es un reclamo de ejemplaridad: “Cuando fallan los cimientos, ¿qué podrá hacer el justo?” (Salmo 10, 3)
Lo que ahora se pretende con el decreto anti-parientes ya está previsto en el artículo 16 de la Constitución Nacional, que suprime las prerrogativas de sangre y de nacimiento y excluye los fueros personales: la única condición para acceder a un cargo público es la idoneidad, que puede ser establecida imparcialmente, sin mañas.
Con todo respeto, me permito aludir al 50-50 de varones y mujeres para las candidaturas legislativas. Si es una reivindicación feminista, más allá de la oportunidad y las intenciones, no hace pleno honor a la mujer. Lo que importa no es el sexo, sino la idoneidad, el mismo criterio que vale para el caso de los parientes. ¿Por qué no podría haber, sin necesidad de cupos, un 75 por ciento de presencia femenina?+
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