La editorial del padre Cervellera continúa así:
“También nosotros estamos llorando la muerte de aquel pequeño de tres años, quien en la huída de Turquía a Grecia se ahogó con su hermanito. La marea devolvió sus pequeños cuerpos a la playa de Bodrum, donde normalmente la gente se divierte bañándose o tomando sol.
También nosotros seguimos con dolor -y vergüenza- la espera de miles de prófugos sirios, y no en la estación de Budapest: son imágenes que recuerdan a las de una guerra, la Segunda Guerra Mundial, de la cual hemos celebrado el aniversario de su finalización en modo triunfal, sin sentimientos de culpa por parte de vencedores ni vencidos.
También nosotros, misioneros del PIME, hemos puesto a disposición lugares de acogida- la casa de Sotto il Monte, cerca de la casa natal de Juan XXIII- para decenas de refugiados que han atravesado el Mar Mediterráneo, llorando la muerte de miles de personas, ahogadas durante la arriesgada travesía.
Sin embargo el llanto por quien ha muerto, las presiones a la Unión europea para que mejore sus reglas de acogimiento, quizás nos satisfacen de modo sentimental, pero no tranquilizan nuestra conciencia, ni nuestra inteligencia.
Parece ser que el pequeño Aylan era oriundo de Kobane, la ciudad kurda que casi linda con la frontera con Turquía. Por meses, Kobane fue asediada por las milicias del Estado Islámico, que quería garantizarse un corredor entre la zona controlada por ellos y el territorio turco, del cual ellos recibían a nuevos reclutas y petróleo de contrabando. Los refugiados que -como la familia de Aylan- querían escapar de Kobane fueron enviados de regreso por los militares turcos; la misma Turquía bloqueó a los peshmerga iraquíes que querían ayudar a los kurdos que defendían la ciudad.
Me pregunto entonces… ¿sirve llorar por Aylan si no se llora por Kobane y por el enfrentamiento entre Ankara y el Estado islámico?
¿Y cómo llorar por los miles de refugiados amontonados en la estación de Budapest, sin darse cuenta de que la mayoría de ellos son sirios, y su venida a Europa es causada por las guerras del Estado islámico, de las milicias fundamentalistas internacionales, pero también por la pretensión de los gobiernos occidentales de querer, ante todo, la caída de Bashar Assad?
¿Para qué sirve llorar sobre los muertos en el mar Mediterráneo, gritar contra los transportistas, si no se reconoce que a éstos últimos fue justamente Occidente quien les dio una mano, al intervenir en el equilibrio inquieto mantenido por Ghaddafi?
Recibamos igualmente a los refugiados, cambiemos las reglas de la Convención de Dublin, pero vayamos al fondo de su drama enfrentando las causas. Las causas son un Medio Oriente que se está desbaratando, al cual Occidente le dio una mano (Afganistán, Irak, Arabia Saudita, Siria,…); grupos extremistas que los países de la región (Turquía, Qatar, Arabia saudita, Emiratos,…) apoyaron con armas y dinero; grandes potencias que en vez de ponerse de acuerdo para construir la paz, combaten una guerra delegada usando unos a Siria, otros a Irán, otros a Arabia Saudita.
Ya es tiempo de que se diga basta al financiamiento del Estado islámico por parte de los gobiernos de Medio Oriente, de que se llegue a una paz negociada en Siria y en Yemen, de que el Consejo de Seguridad de la ONU haga el trabajo para el cual fue fundado: trabajar por la paz entre las naciones, y no por la supremacía de uno sobre otro.
Algún periódico, comentando la foto-símbolo del pequeño Aylan gritó: “¡Ahora basta!”. Es bienvenida esta decisión. Pero, ¿qué se puede decir de las decenas de miles de niños que en estos cuatro o más años de guerra murieron en Siria? Y, ¿de los muertos en Irak?
Si no hay un compromiso contra las causas de todas estas muertes, plegarse al dolor de los refugiados en Europa corre el riesgo de convertirse en una excusa para no asumir las verdaderas responsabilidades mundiales. Pero, mientras tanto, todo Medio Oriente corre el riesgo de estallar rápidamente, produciendo no 200.000 sino 100 millones de probables prófugos. Y si Medio Oriente estalla, ni Europa, ni todo el mundo podrá salvarse a sí mismo”, concluye el padre Cervellera su editorial.+
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