"Condenado por sonreír"

Con el título "Condenado por sonreír", la doctora María Inés Franck, abogada, politóloga y licenciada en Derecho Canónico, reflexionó sobre la reacción social suscitada a partir de imágenes que muestran al adolescente católico Nicholas Sandmann sonriendo a un provocador nativo americano durante la marcha anual por la vida celebrada en Washington DC.

Condenando el apresurado juicio descalificador que recibió el joven, la abogada expresó: "Da toda la sensación de que, en primera instancia, Nicholas no hubiera sido juzgado sólo por el atrevimiento imperdonable de haber sonreído amablemente a un desconocido que lo estaba hostigando -todo el episodio sería absurdamente increíble si ése hubiera sido el motivo-, sino por el hecho de haber sido un estudiante católico de un buen colegio, educado, agradable, portando una gorra con un lema de la actual administración americana y manifestando a favor del derecho a la vida de los niños por nacer. Siendo lo que era, se supuso que esa sonrisa era de desprecio", lamentó.

"¿Qué nos pasa a los católicos que, automáticamente, enseguida suponemos que nos hemos equivocado, que hemos actuado mal -como de costumbre-, y salimos con el rabo entre las piernas a tratar de recuperar la aquiescencia de aquellos de quienes no debería sorprendernos que nos difamen alegremente? ¿Tanto miedo tenemos de que nos acusen de algo que no hemos hecho, que nos retractamos -por las dudas- de todo lo que no convence a ciertos medios, incluso de lo que hacemos bien?", planteó.

A continuación, el texto completo.

Condenado por sonreír
El 18 de enero de 2019, la imagen del adolescente católico Nicholas Sandmann sonriendo a un provocador nativo americano que luego se supo era también veterano de guerra, generó una airada reacción de medios de comunicación y autoridades civiles y eclesiásticas que, sin tomarse el trabajo de averiguar qué realmente había pasado, emitieron juicios descalificadores no sólo hacia el joven sino también hacia su familia, sus compañeros y la escuela católica a la que Nicholas representaba en ese momento. Incluso el estudiante recibió amenazas de muerte y epítetos de todo tipo a través de las redes sociales y los medios, por parte de gente a quien no conocía.

El episodio tuvo lugar minutos después de la multitudinaria marcha anual por la vida en Washington DC, mientras los jóvenes aguardaban pacíficamente para desconcentrar y retirarse del lugar.

En pocos minutos, parte del video que registró el suceso se viralizó internacionalmente, al modo como lo hacen actualmente las imágenes: a la velocidad de la luz. Nadie omitió los más tremendos juicios sobre lo que se interpretó como una muestra del desprecio hacia los aborígenes supuestamente encarnado por los blancos prepotentes: periodistas y obispos enarbolaron la bandera de los derechos humanos para condenar al adolescente, su familia, sus amigos, su escuela y todo su entorno. Pero tampoco nadie vio la filmación completa sino hasta unos días después, cuando quedó patente que los jóvenes quedaron en medio de varios grupos de protesta hostiles y que los nativos habían provocado por largos minutos a los jóvenes -y especialmente a éste en particular- sin que ninguno de ellos esbozara ningún gesto de desprecio -ni tan siquiera en respuesta entendible a los insultos que recibieron a los alaridos a menos de 10 centímetros de sus rostros y al riesgo evidente de violencia física-. Y ni siquiera la famosa sonrisa de Nick expresaba desprecio, sino que probablemente fuera muestra de una sólida educación en el respeto y en las virtudes, que lo llevó a tomar una actitud madura que pretendió no generar un enfrentamiento y apaciguar a todos los involucrados, como el mismo Nick manifestara más tarde en una comunicación pública.

Como resultado, hasta el obispo -noblemente, hay que decirlo- pidió explícitamente perdón por su juicio apresurado e imprudente sobre uno de su propia grey, formulado antes de averiguar los datos que le permitieran emitir una opinión mínimamente fundada.

Hasta aquí lo anecdótico del asunto. Ahora la reflexión: da toda la sensación de que, en primera instancia, Nicholas no hubiera sido juzgado sólo por el atrevimiento imperdonable de haber sonreído amablemente a un desconocido que lo estaba hostigando -todo el episodio sería absurdamente increíble si ése hubiera sido el motivo-, sino por el hecho de haber sido un estudiante católico de un buen colegio, educado, agradable, portando una gorra con un lema de la actual administración americana y manifestando a favor del derecho a la vida de los niños por nacer. Siendo lo que era, se supuso que esa sonrisa era de desprecio. No se le dio ni una chance de que no lo fuera: nadie habló con él, ni con sus compañeros, ni con las autoridades de su escuela, ni se preocupó por conseguir un video completo de lo sucedido. Hasta quien debería haber echado un manto de prudencia y racionalidad en el asunto -su propio obispo- salió asustado a despegarse del asunto.

¿Qué nos pasa a los católicos que, automáticamente, enseguida suponemos que nos hemos equivocado, que hemos actuado mal -como de costumbre-, y salimos con el rabo entre las piernas a tratar de recuperar la aquiescencia de aquellos de quienes no debería sorprendernos que nos difamen alegremente? ¿Tanto miedo tenemos de que nos acusen de algo que no hemos hecho, que nos retractamos -por las dudas- de todo lo que no convence a ciertos medios, incluso de lo que hacemos bien?

La actitud de Nicholas Sandmann fue una cachetada de educación, de altura y de control de sí mismo dada a todas las autoridades involucradas en el asunto, del modo que también lo fue su explicación posterior. Ojalá tengamos muchos líderes adultos con esa dignidad, capaces de no retroceder ante las actitudes injustas, pero también de controlarse lo suficiente como para no ceder al pánico que puede llevarnos a tomar, por miedo, el camino de la violencia.

A sus 17 años, Sandmann y sus compañeros del Covington School nos dieron una lección a todos: nos llamaron a superar nuestro complejo de inferioridad, a expresar respeto y educación aún en las situaciones más difíciles y peligrosas, a no devolver mal por mal y a representar dignamente a las instituciones que confían en nosotros. Incluso a responder con humildad y altura los reproches injustos de sus mismos líderes que prefirieron asumir en ellos actitudes de soberbia y provocación que en ningún momento estuvieron presentes.

Y también -al menos en lo que a mí respecta- me llama a reflexionar sobre nuestra falta de dignidad en muchos debates y situaciones públicas. Porque si no nos respetamos nosotros mismos, no pretendamos que otros lo hagan. Y porque si tenemos demasiado miedo como para levantar la cabeza y ofrecer, con una sonrisa, el mensaje y los valores evangélicos a una sociedad que desesperadamente los necesita -a pesar de que parezca odiarlos-, entonces la sal habrá perdido irremisiblemente su sabor. Sabemos que dar testimonio de la Fe hasta las últimas consecuencias siempre incluye el riesgo del martirio: ni siquiera en una sociedad tan acomodaticia como la nuestra podemos pretender erradicarlo.

Que este episodio nos sacuda un poco y nos recuerde que ser católico no es un crimen, sino todo lo contrario; que ser educado es parte del deber de caridad para con el prójimo y que dar testimonio del Evangelio públicamente y sacudiéndonos los propios complejos es una obligación que el Señor nos legó a todos los cristianos.

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