Estos conceptos pertenecen a las sugerencias homiléticas que el arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, propone para la homilía de próximo domingo 17 de septiembre, cuyo Evangelio narra el episodio en el que Jesús le dice a Pedro que no solo siete veces, sino que hay que perdonar hasta setenta veces siete. A continuación el texto completo.
La extensión del perdón
Esta parábola es una respuesta, por elevación, a la pregunta de Pedro: “Entonces se adelantó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”. El atropellado Pedro enarbola una casuística bastante mezquina, aunque común en un pueblo cultor del precepto como el suyo. Jesús se ocupa de su demolición, exasperando a sus escandalizables conciudadanos: “Jesús le respondió: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.”. La parábola destaca la generosidad del señor aquel y la mezquindad del siervo perdonado. De esa manera Jesús revela el comportamiento constante de Dios, la misericordia sin límites: “El rey se compadeció, lo dejó ir y le perdonó la deuda”. Pero, también la justicia, que responde absolutamente a la verdad: “¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”.
Nuestro pueblo no vota por la violencia
Es alarmante que la falta de capacidad de perdón predomine en el ámbito de nuestra convivencia actual. El odio y la violencia demencial son causa y consecuencia de esa innegable incapacidad. Se produce un concatenamiento trágico que parece no tener fin. Lo comprobamos a diario, en acontecimientos de una irrefrenable violencia, tanto verbal como física. Nuestro pueblo no vota en favor de la violencia, por ello, movimientos extremistas no encuentran lugar en las preferencias de la inmensa mayoría de los electores. Tampoco las agresiones verbales, las tácticas malintencionadas y las calumnias direccionadas a la división de la comunidad, hallan eco en los honestos ciudadanos. La labor pedagógica de preparar generaciones adiestradas en la integración de lo diverso -sobre la base del diálogo y del respeto mutuo- debe ser privilegiada en todo proyecto de conducción política. Si hasta el momento no lo ha sido, será oportuno y necesario que lo sea desde ahora. Es como si un médico se empeñara en aliviar un dolor de cabeza cuando debe atender la extirpación de un tumor maligno que pone en grave riesgo la vida de su paciente.
Trágica incapacidad de perdonarnos
La incapacidad de perdonar, y su progenitor -el odio- es el tumor moral más grave que está padeciendo nuestra sociedad. Discursos y expresiones altisonantes, agresiones de unos contra otros y la destrucción de propiedades, comunes y privadas, indican la urgencia de poner en eje de equilibrio la vida social hoy desmadrada. La predicación de la Iglesia debe contener, principalmente, el llamado de Jesús a la reconciliación. Para algunos sectores de nuestra sociedad, el término reconciliación connota pérdida de memoria histórica y voluntad implícita de no llegar a la verdad y a la justicia. No lo entiende así la Iglesia. Todos necesitamos reconciliarnos, con Dios y entre nosotros. San Pablo lo expresa con énfasis: “Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios”. El Apóstol explica la función del ministerio apostólico, que es fundamento y cumplimiento de la misión actual de la Iglesia. De su esfuerzo y empeño depende que se concrete la impostergable y humanamente débil -casi irrealizable- reconciliación. Su condición única e ineludible es el perdón suplicado y acordado.
Sin perdón el amor es imposible
Se generaliza la resistencia a reconocer la propia culpabilidad y, también, en una medida mayor aún, a otorgar el perdón a quien esté dispuesto a pedirlo. Jesús enseña a perdonar a quienes manifiestan, quizás con signos muy elementales, su arrepentimiento. El perdón ofrecido y concedido constituye un acto de amor. Así se revela en Dios y produce un saludable cambio en quien lo recibe. Aunque es absolutamente gratuito exige la disposición humilde para que el amor -bajo el signo del perdón- cure al pecador del egoísmo y le devuelva el buen uso de su libertad. El desarreglo moral que aqueja a los hombres e instituciones de nuestra sociedad está reclamando que todos, y cada uno, decidan ser merecedores del perdón, mediante la buena disposición de ofrecer el personal perdón a los otros. Algunas expresiones, mediatizadas y virilizadas, indican la ausencia de esa disposición.+
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