En un extenso y profundo discurso, el Santo Padre los animó a “ir por el mundo alegres, sin amarguras, serenos, sin angustias, consolados y nunca desolados”.
El pontífice destacó la búsqueda de la santidad como la misión principal que un pastor debe tener “fueron elegidos por el Padre, que conoce los secretos de los corazones, para servirlo día y noche, y atraer sus favores sobre su pueblo”, expresó el Papa, recordando la oración de la Iglesia acerca de los obispos.
Seguidamente el Papa los animó a “permanecer en alerta, incluso cuando la luz desaparece, o cuando Dios mismo está escondido en la oscuridad, cuando se insinúa la tentación de retirarse y el malvado, que siempre acecha, sugiere sutilmente que, a estas alturas, el amanecer ya no vendrá. Entonces de nuevo, póstrense en la tierra, para escuchar a Dios que habla y renueva su promesa jamás desmentida”.
“Les pido que pongan a Dios en el centro”, aconsejó Francisco a continuación a los nuevos prelados, y añadió: “Él es quien pide todo, pero a cambio ofrece la vida en plenitud. No esa vida aguada y mediocre, vacía de significado, porque está llena de soledad y de soberbia, sino la vida que fluye de su compañía que nunca falla, de la fuerza humilde de la Cruz de su Hijo, de la seguridad serena del amor victorioso que nos habita”.
Y reiteró el Papa: “No se dejen tentar por cuentos de desastres o profecías de fatalidad, porque lo que realmente importa es perseverar evitando que se enfríe el amor”.
“Cristo sea su alegría, el Evangelio su alimento”, aconsejó a continuación el pontífice y pidió: “Mantengan la mirada fija solamente en el Señor Jesús y, acostúmbrense a su luz, sepan buscarla incesantemente incluso cuando se refracta, incluso a través de humildes chispas”.
“No se avergüencen de la carne de sus iglesias”
Asimismo el obispo de Roma pidió a los nuevos prelados “no avergonzarse de la carne de sus iglesias” y añadió: “Dialoguen con sus fieles, tengan una especial atención al clero y a los seminarios” y “entren en lo más profundo de sí mismo y pregúntense qué se puede hacer para hacer más santo el rostro de la Iglesia que gobernamos en nombre del Supremo Pastor. No sirve de nada señalar con el dedo a los demás, fabricar chivos expiatorios, arrancarse los vestidos, excavar en la debilidad de los demás. Es necesario trabajar juntos y en comunión”.
“Allí, en las familias de sus comunidades, donde, en la paciencia persistente y en la generosidad anónima, el don de la vida se acuna y nutre. Allí, donde está en los corazones la certeza frágil pero indestructible de que prevalece la verdad, que el amor no es en vano, que el perdón tiene el poder de cambiar y reconciliar, que la unidad vence siempre a la división, que el valor de olvidarse de sí mismo por el bien del otro es más satisfactorio que la primacía intangible del ego”, señaló el pontífice.
“Allí, -continuó Francisco- donde tantos hombres consagrados y ministros de Dios, en la dedicación silenciosa de sí mismos, perseveran a pesar de que el bien a menudo no hace ruido, que no es el tema de los blogs, ni aparece en las primeras páginas. Ellos siguen creyendo y predicando valientemente el Evangelio de la gracia y la misericordia a los hombres sedientos de razones para vivir, para tener esperanza y para amar. No están asustados por las heridas de la carne de Cristo, siempre infligidas por el pecado y algunas veces por los hijos de la Iglesia”.
“Los invito, pues, a seguir adelante, alegres y no amargados, tranquilos y no ansiosos, consolados y no desolados, -busquen el consuelo del Señor- conservando el corazón de corderos que, aunque rodeado de lobos, saben que ganarán porque cuentan con la ayuda del Pastor”, concluyó el Santo Padre.
Los argentinos participantes
Los nuevos prelados argentinos son: monseñor García Cuerva (auxiliar de Lomas de Zamora), monseñor Gustavo Carrara (auxiliar de Buenos Aires), monseñor Marcelo Mazzitelli (auxiliar de Mendoza), monseñor Carlos Sánchez (arzobispo de Tucumán), monseñor Florencio Félix Paredes Cruz CRL (coadjutor de Humahuaca), monseñor Marcelo Margni (auxiliar de Quilmes), monseñor Alejandro Benna y monseñor Roberto Alvarez (auxiliares de Comodoro Rivadavia), monseñor Luis Scozzina OFM (obispo de Orán), monseñor Enrique Martínez Ossola (auxiliar de Santiago del Estero) y monseñor Hugo Ricardo Araya (obispo de Cruz del Eje).+
Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos, ¡buenos días!:
Con alegría los recibo hoy al concluir su peregrinación de nuevos obispos a las fuentes espirituales de esta antigua y siempre nueva Roma de Pedro y Pablo. Mientras los abrazo como nuevos pastores de la Iglesia, quizás todavía atravesados “por la maravilla de estar llamados a esta misión nunca proporcionada y conforme a nuestras fuerzas, quisiera hablar con ustedes personalmente, con ustedes y con cada una de sus iglesias; me gustaría acercarme a ustedes con el toque de Cristo, Evangelio de Dios, que calienta el corazón, abre los oídos y suelta la lengua a la alegría que no se estropea y no se apaga, porque nunca se compra o se merece, sino que es pura gracia.
En la perspectiva de la alegría del Evangelio han tratado de leer el misterio de su identidad apenas recibida como don de Dios. Han elegido el punto de vista acertado para sumergirse en el ministerio episcopal, para el que no podemos presumir de ningún crédito y donde no hay derechos de propiedad o títulos adquiridos. Hemos encontrado casi “por casualidad” el tesoro de nuestra vida y, por lo tanto, estamos llamados a vender todo para preservar el campo en el que se esconde esta mina inagotable. Todos los días es necesario retomar este precioso don, en su luz buscar la luz y dejarse transfigurar por su rostro.
Les hablo de la tarea más urgente como pastores: la de la santidad. Como dice la oración de la Iglesia acerca de ustedes, fueron elegidos por el Padre, que conoce los secretos de los corazones, para servirlo día y noche, y atraer sus favores sobre su pueblo.
No son el fruto de un escrutinio meramente humano, sino de una elección desde Arriba. Por eso no se les pide una dedicación intermitente, una fidelidad alternada, una obediencia selectiva, no: están llamados a consumirse noche y día.
Permanecer alerta, incluso cuando la luz desaparece, o cuando Dios mismo se oculta en la oscuridad, cuando la tentación de retirarse se insinúa y el maligno, que siempre está al acecho sugiere sutilmente que el amanecer ya no llegará. Justo en ese momento, caer rostro en tierra, para escuchar a Dios que habla y renueva su promesa nunca desmentida. Y luego permanecer fieles incluso cuando, en el calor del día, desfallecen las fuerzas de la perseverancia y el resultado de la fatiga ya no depende de los recursos que tenemos.
Y todo esto no para nutrir la pretensión narcisista de ser esenciales, sino para hacer que el Padre sea favorable a su Pueblo. Dios ya está a favor del hombre. Su ser divino, que podría existir también sin nosotros, en su Hijo Jesús, se revela para nosotros. En él, se ofrece la paternidad de Dios que nunca se resigna; en Él conocemos el corazón divino que nada y nadie da por perdido. Este es el mensaje que los fieles tienen el derecho de encontrar en sus labios, en sus corazones y en su vida.
Al comienzo de su ministerio, les pido que pongan a Dios en el centro: Él es quien pide todo, pero a cambio ofrece la vida en plenitud. No esa vida aguada y mediocre, vacía de significado, porque está llena de soledad y de soberbia, sino la vida que fluye de su compañía que nunca falla, de la fuerza humilde de la Cruz de su Hijo, de la seguridad serena del amor victorioso que nos habita.
No se dejen tentar por cuentos de desastres o profecías de fatalidad, porque lo que realmente importa es perseverar evitando que se enfríe el amor y mantener la cabeza alta y levantada hacia al Señor, porque la Iglesia no es nuestra, ¡es de Dios! Él era antes que nosotros y será después de nosotros. El destino de la Iglesia, de la pequeña grey, se esconde victoriosamente en la cruz del Hijo de Dios. Nuestros nombres están grabados en su corazón; -¡grabados en su corazón!- nuestro destino está en sus manos. Por lo tanto, no desperdicien sus mejores energías contabilizando fracasos y reprochando amarguras, dejando que su corazón se encoja y sus horizontes se reduzcan. Cristo sea su alegría, el Evangelio su alimento. Mantengan la mirada fija solamente en el Señor Jesús y, acostúmbrense a su luz, sepan buscarla incesantemente incluso cuando se refracta, incluso a través de humildes chispas.
Allí, en las familias de sus comunidades donde, en la paciencia tenaz y en la generosidad anónima, el don de la vida se acuna y se nutre.
Allí, donde pervive en los corazones la certeza frágil, pero indestructible de que la verdad prevalece, de que el amor no es en vano, de que el perdón tiene el poder de cambiar y de reconciliar, de la unidad siempre vence la división, de que el valor de olvidarse de uno mismo para el bien del otro es más satisfactorio que la primacía intangible del ego.
Allí, donde tantos consagrados y ministros de Dios, en la entrega silenciosa de sí mismos, perseveran sin importarles el hecho de que a menudo el bien no hace ruido, no es tema de blogs ni llega a las primeras páginas. Siguen creyendo y predicando valientemente el Evangelio de la gracia y de la misericordia a hombres sedientos de razones para vivir, para tener esperanza y para amar. No se asustan de las heridas de la carne de Cristo, siempre infligidas por el pecado y no pocas veces por los hijos de la Iglesia.
Soy muy consciente de que la soledad y el abandono se difunden en nuestro tiempo, de que se expande el individualismo y crece la indiferencia por el destino de los demás. Millones de hombres y mujeres, niños, jóvenes están perdidos en una realidad que ha oscurecido los puntos de referencia, están desestabilizados por la angustia de pertenecer a la nada. Su destino no desafía la conciencia de todos y, a menudo, lamentablemente, aquellos que tendrían la mayor responsabilidad, los evitan culpablemente. Pero a nosotros no se nos permite ignorar la carne de Cristo, que nos ha sido confiada no solo en el Sacramento que partimos, sino también en el Pueblo que hemos heredado.
También sus heridas nos pertenecen. Tenemos el deber de tocarlas, no para hacer manifiestos programáticos de ira real y comprensible, sino lugares donde la Esposa de Cristo aprenda cómo puede desfigurarse cuando de su rostro se desvanecen los rasgos del Esposo. Pero aprenda también de donde volver a empezar, con fidelidad humilde y escrupulosa a la voz de su Señor. Sólo Él puede garantizar que, en las ramas de su viña, los hombres no encuentren simplemente las uvas silvestres, sino el buen vino, el de la vid verdadera, sin la cual nada podemos hacer.
Este es el objetivo de la Iglesia: distribuir este vino nuevo que es Cristo en el mundo. Nada puede distraernos de esta misión. Necesitamos constantemente odres nuevos, y todo lo que hacemos nunca es suficiente para hacerlos merecedores del vino nuevo que están llamados a contener y verter. Pero, precisamente por eso, los contenedores deben saber que sin el vino nuevo serán vasijas de piedra fría, capaces de recordar la falta pero no de dar plenitud. Por favor, ¡que no se distraiga nada de este objetivo: dar plenitud!
Que su santidad no sea fruto del aislamiento, sino que florezca y fructifique en el cuerpo vivo de la Iglesia que el Señor les ha confiado, así como a los pies de la cruz confió su Madre al discípulo amado. Recíbanla como novia para amar, virgen para defender, madre para fecundar. Que su corazón no se enamore de otros amores; cuiden de que el terreno de sus Iglesias sea fértil para la semilla del Verbo y nunca sea pisoteado por jabalíes.
¿Cómo lo lograrán? Recordando que no somos el origen de nuestra "porción de santidad", sino que siempre es Dios. Es una santidad pequeñita, que se nutre del abandono en sus manos como un niño destetado que no necesita pedir una prueba de la cercanía materna. Es una santidad consciente de que no hay nada más efectivo, más grande, más precioso, más necesario que puedan ofrecer al mundo que la paternidad que está en ustedes. Que cuando los conozcan, cada persona pueda al menos rozar la belleza de Dios, la seguridad de su compañía y la plenitud de su cercanía. Es una santidad que crece mientras se descubre que Dios no es domesticable, no necesita recintos para defender su libertad, y no se contamina mientras se acerca, al contrario, santifica lo que toca.
No nos sirve la contabilidad de nuestras virtudes, ni un programa de ascetismo, un gimnasio de esfuerzo personal o una dieta que se renueve de lunes a lunes, como si la santidad fuera solamente el fruto de la voluntad. La fuente de la santidad es la gracia de acercarnos a la alegría del Evangelio y dejar que sea ella la que invade nuestra vida, para que ya no podamos vivir de otra forma.
Ya antes de que existiéramos, Dios estaba allí y nos amaba. La santidad es tocar esta carne de Dios que nos precede. Es entrar en contacto con su bondad. Miren a los pastores llamados en la noche de Belén: ¡encontraron en ese Niño la bondad de Dios! Es una alegría que nadie puede robarles. Miren la gente que desde lejos observaba el Calvario: regresaba a casa golpeándose el pecho porque había visto el cuerpo sangrante del Verbo de Dios. La visión de la carne de Dios se adentra en el corazón y prepara el lugar donde poco a poco hace su morada la divina plenitud.
Por eso les recomiendo que no se avergüencen de la carne de sus Iglesias. Entren en diálogo con sus preguntas. Les recomiendo una atención especial al clero y a los seminarios. No podemos responder a los retos que nos plantean sin actualizar nuestros procesos de selección, acompañamiento y evaluación. Pero nuestras respuestas no tendrán futuro si no llegasen a la sima espiritual que, en muchos casos, permitió debilidades escandalosas, si no pusieran al desnudo el vacío existencial que han alimentado, si no revelasen por qué se ha enmudecido tanto a Dios, por qué se le ha silenciado tanto, por qué se le ha alejado de una determinada forma de vida, como si no existiera.
Y aquí, cada uno de nosotros debe entrar con humildad en lo más profundo de su ser y preguntarse qué puede hacer para que sea más santo el rostro de la Iglesia que gobernamos en nombre del Pastor Supremo. No sirve solo señalar con el dedo a los otros, fabricar chivos expiatorios, rasgarse las vestiduras, excavar en la debilidad de los demás como les gusta hacer a los hijos que han vivido en la casa como si fueran siervos. Aquí es necesario trabajar juntos y en comunión, convencidos, sin embargo, de que la santidad auténtica es la que Dios hace en nosotros, cuando dóciles a su Espíritu regresamos a la alegría sencilla del Evangelio, para que su beatitud se haga carne para los demás en nuestras decisiones y en nuestras vidas.
Los invito, pues, a seguir adelante, alegres y no amargados, tranquilos y no ansiosos, consolados y no desolados, -busquen el consuelo del Señor- conservando el corazón de corderos que, aunque rodeado de lobos, saben que ganarán porque cuentan con la ayuda del Pastor.
María, que nos lleva en sus brazos sin juzgar, sea la estrella luminosa que guía su camino.
Mientras doy las gracias al cardenal Marc Ouellet y al cardenal Leonardo Sandri y a sus respectivas congregaciones por el generoso trabajo realizado, imparto la bendición apostólica a cada uno de ustedes y a las Iglesias que han sido llamados a servir. ¡Gracias!”.+
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