El purpurado les recordó que el sacerdocio es un ejercicio de mediación, por lo que ese ministerio "está destinado a la Iglesia, a la comunidad a los hermanos y hermanas que necesitan renovar la gracia de Cristo a través de nuestro".
"Cuántas veces nos han buscado para ser escuchados y no siempre los atendimos como se merecen", interpeló.
El cardenal Poli exhortó al clero porteño a "pedir perdón con humildad al que hoy nos va a tomar la renovación de las promesas, y contando con su gracia y fidelidad, hagamos el firme propósito de no guardarnos nada de la unción que hizo verdadera y buena nuestras vidas, y que el Señor nos conceda la alegría del servicio".
Texto de la homilia
El crisma perfumado le da el nombre a esta eucaristía que celebramos en el umbral de la puerta del Triduo Santo. Como discípulos del único Maestro, año tras año venimos a escuchar la primera enseñanza pública de Jesús en la pequeña sinagoga de Nazaret. Es su presentación pública, y Jesús, apropiándose de la profecía de Isaías, escrita hacía más de 400 años, revela quién es Él y su misión. Todos estamos atentos, como sus paisanos, para volver a escuchar:«Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oir».(Lc 4,21) Su contundente afirmación del hoy, contiene y causa el misterio de la eterna presencia del Resucitado, que ha querido reunirnos para renovar nuestra unción sacerdotal. Hoy quiere volver a soplar sobre nosotros para infundirnos su Santo Espìritu de amor y de consuelo. Atentos a su palabra, confesamos que el Ungido de Dios, «Jesucristo, es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre» (Hb 13,8).
Hoy, Él escuchará nuevamente la renovación de las promesas sacerdotales, y en virtud de su fiel alianza de amor con cada uno de nosotros, volverá a infundirnos el Don de su unción sacerdotal. Nuestro ministerio lo espera y necesita de esta gracia que nos permite seguir sirviendo al pueblo de Dios con un renovada pasión, para que nuestras vidas no dejen de llevar Buenas noticias a los pobres, no se canse de anunciar la liberación de toda miseria humana, de proclamar a los cuatro vientos la libertad de los hijos de Dios ante todo sometimiento que no sea su voluntad. Hoy Jesucristo quiere renovarnos nuestra capacidad de anuncio de su Evangelio y nuestra disponibilidad para sumarnos a su misión: ofrecer el servicio de la salvación a la familia humana.
Sí, el sacerdocio que se nos ha donado es una pasión que se renueva en cada eucaristía, porque esa es la fuente de amor que nos vio nacer, y de ahí tomamos día a día lo que necesitamos para la entrega. Pero también necesita de la renovación de la unción que nos anima a servir incondicionalmente para apacentar, enseñar y servir los sacramentos de la salvación a su Iglesia, sin mezquinos intereses, sin cálculos egoístas, sin guardarnos la riqueza de la unción que se nos dio a manos llenas. Precisamente, nuestras manos ungidas con el Santo Crisma en la Ordenación, es el signo sacramental que nos hacen capaces de trabajar para el Señor.
Así trabajamos para Él, consagrando, bautizando, ungiendo, absolviendo, bendiciendo y aún imponiendo las manos para que fluya el óleo de la unción, y perfume la vida de pueblo santo de Dios, comunicándoles el consuelo y la alegría de ser cristianos. Hasta el mejor aceite se pone rancio cuando se guarda por mucho tiempo; algo similar pasa con el bálsamo de alegría si lo regateamos o escondemos, pues lo recibimos gratuitamente para donarlo con generosidad. No dejemos que se estanque en nosotros el Crisma Santo de la unicón, que nos fue dado para hacer presente en las almas la vida del Espíritu de Dios. Lo exige la caridad pastoral, que en el gesto sacerdotal más humilde y sencillo se nos ofrece la oportunidad para desparramar el suave aroma de la gracia de Cristo. El sacerdocio ministerial, aún en nuestra débil condición humana, “es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia.”(CEC 1547 )
Queridos sacerdotes, ahora deseo invitarlos a considerar la grandeza del Sacerdocio universal de Jesús, el que ha derramado sobre todos los fieles que pasaron por las aguas del bautismo, el que abarca a todo el pueblo de Dios. Siguiendo una enseñanza póstuma de nuestro querido †Cardenal Jorge Mejía,[1] refiriéndose a las homilías del “Doctor Orígenes”, Padre de la Iglesia, nos muestra cómo, del “oscuro” libro del Levítico, edujo uno de los conceptos preclaros sobre el sacerdocio común de los bautizados, y así lo ensañaba a los cristianos del siglo II: “¿Acaso no sabes que el sacerdocio también ha sido conferido a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes? Escucha cómo habla san Pedro a los fieles:"Linaje elegido", dice, "sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido". Por tanto, tú tienes el sacerdocio, pues eres "linaje sacerdotal", y por ello debes ofrecer a Dios el sacrificio... Pero para que lo puedas ofrecer dignamente, necesitas vestidos puros, distintos de los que usan los demás hombres, y te hace falta el fuego divino.”( Homilía sobre el Levítico (IX, 1, Lv 16).
En cada eucaristía que presidimos, cuando nos encontramos frente al Pueblo de Dios, no olvidemos que nuestro sacerdocio ministerial y el real, están ordenados el uno al otro, y cada uno a su modo, participa del único sacerdocio de Jesús, y por lo tanto, compartimos la unción, el anuncio y el envío misionero.
Esa “nación santa”, consciente de su condición peregrina, no se acomoda a ninguna ciudad terrena, busca con ansia la futura, y ejerce el sacerdocio común de los bautizados sobre el altar de la vida cotidiana, ofreciendo el sacrificio que agrada a Dios: “haciendo el bien y siendo solidarios con todos” (cfr. Hb 13,14-16). El Pan que partimos diariamente es para que no les falte lo necesario para su buen propósito.
Ahora quiero dirigir una mirada a nuestras asambleas eucarísticas, donde no pocas veces, mezclados con el pueblo fiel, porque son parte de él, están los consagrados, nuestros hermanos y hermanas que han abrazado los consejos evangélicos como estilo de vida, para seguir más de cerca a Jesús, virgen, pobre y obediente. Forman parte del habitual resto fiel de la eucaristía cotidiana en nuestras comunidades. Ellos hacen vivo y presente, en el Hoy de la Iglesia arquidiocesana, el ideal de santidad de todo cristiano que desea identificarse con la causa de Cristo y su Evangelio. En el año que la Iglesia dedica a valorar el lugar y la misión de la vida consagrada, deseo compartir con ustedes hermanos una inquietud sacerdotal.
Es reconocido desde los primeros siglos de la Iglesia, que los que han abrazado el estado de vida religiosa han traducido el amor de Dios en numerosas obras de misericordia, espirituales y materiales. Gran parte de la vitalidad de la Iglesia se debe a su constancia y tenacidad profética, especialmente al lado de los enfermos y más vulnerables, los ignorantes y abandonados, los pobres y los que se caen del sistema social, quienes encuentran en un consagrado a su hermano y su hermana; en ellos descubren la familia de la Iglesia. Nuestros monasterios contemplativos acompañan con la fuerza oculta y vital del sacrificio y la oración toda iniciativa misionera, lo sabemos y recurrimos a ellos habitualmente. Son el rostro de la diakonia de la Iglesia que busca servir a los que se encuentran en las periferias más alejadas. Muchas veces hemos visto que toman el lugar del Buen Samaritano y saben perder tiempo para escuchar, consolar, y hasta su sola presencia al lado de toda miseria o drama humano, es considerada una bendición. Estoy convencido que la unción y belleza con la que nosotros celebremos los misterios, están en íntima relación con su consagración, piedad eucarística y renovada pasión para seguir sirviendo a Jesús y su Iglesia.
Somos conscientes que nuestro sacerdocio es ejercicio de mediación. Nuestro ministerio está destinado a la Iglesia, a la comunidad a los hermanos y hermanas que necesitan renovar la gracia de Cristo a través de nuestro. Cuántas veces nos han buscado para ser escuchados y no siempre los atendimos como se merecen. Pidamos perdón con humildad al que hoy nos va a tomar la renovación de las promesas, y contando con su gracia y fidelidad, hagamos el firme propósito de no guardarnos nada de la unción que hizo verdadera y buena nuestras vidas, y que el Señor nos conceda la alegría del servicio.+
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