Las viudas, los huérfanos y los extranjeros eran los grupos más desvalidos de la sociedad; los derechos que la ley les otorgaba podían ser pisoteados fácilmente porque, siendo en general personas solas e indefensas, no contaban con nadie que hiciera valer sus razones. Los jueces, según la tradición bíblica, debían ser hombres temerosos de Dios, imparciales e incorruptibles. Pero el juez al que recurre la viuda de la parábola para tener justicia no lo era, “ni temía a Dios, ni respetaba a nadie”, dice el texto. La única arma de la mujer es su perseverancia, su importunar al alto personaje para que la escuche. Y lo consigue. Al final, el juez accede a sus peticiones, no porque esté movido por la misericordia, ni porque se lo dicte la conciencia; simplemente admite: "Como esta viuda me importuna constantemente, le haré justicia para que no me moleste más”.
“De esta parábola -dijo Francisco-Jesús saca una doble conclusión: si la viuda, con su insistencia consiguió obtener de un juez injusto lo que necesitaba, cuanto más Dios que es nuestro padre, bueno y justo, hará justicia a los que se lo pidan con perseverancia y además sin tardar. Por eso, Jesús nos exhorta a rezar "sin desfallecer". Todos atravesamos por momentos de fatiga y desánimo, especialmente cuando nuestras oraciones parecen ineficaces. Pero Jesús nos asegura que a diferencia del juez injusto Dios responde con prontitud a sus hijos, aunque esto no quiere decir que lo haga en el tiempo y la forma que nos gustaría. ¡La oración no es una varita mágica! Ayuda a mantener la fe en Dios y confiar en Él, incluso cuando no entendemos su voluntad”.
Jesús mismo, que rezaba tanto, sirve de ejemplo. Como afirma san Pablo en la Carta a los Hebreos, durante su vida terrenal, suplicaba a Dios que podía salvarlo de la muerte y gracias a su abandono a la voluntad del Padre su súplica fue escuchada, aunque si esta afirmación, a primera vista, parece inverosímil, porque Jesús murió en la cruz. “Sin embargo, la Carta a los Hebreos no se equivoca -observó el Papa- Dios salvó a Jesús de la muerte, dándole la victoria total sobre ella, pero el camino para lograrlo pasó incluso a través de la muerte”. Jesús también suplicó al Padre la noche antes de su muerte en Getsemaní para que lo librase del amargo cáliz de la pasión, pero su oración estaba impregnada de confianza en la voluntad del Altísimo: “No como yo quiero, sino como quieres tú”. “El objeto de la oración pasa al segundo plano porque lo que importa por encima de todo es la relación con el Padre. Esto es lo que hace la oración: transforma el deseo y lo moldea según la voluntad de Dios, cualquiera que sea, porque quien reza aspira en primer lugar a la unión con Dios que es Amor Misericordioso”.
La parábola termina con una pregunta: "Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe en la tierra?". “Y con esta pregunta estamos todos advertidos: no hay que desistir de la oración, incluso si no es correspondida. La oración mantiene la fe, sin ella la fe se tambalea -dijo el Papa al final de su catequesis- Pidamos al Señor una fe que se haga oración incesante, perseverante como la de la viuda de la parábola, una fe que se nutra del deseo de su venida. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un padre sale al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso”.
Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La parábola evangélica que apenas hemos escuchado (Cfr. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: «que es necesario orar siempre sin desanimarse» (v. 1). Por lo tanto, no se trata de orar algunas veces, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que se necesita «orar siempre sin desanimarse». Y pone el ejemplo de la viuda y el juez.
El juez es un personaje poderoso, llamado a emitir sentencias basándose en la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica exhortaba que los jueces sean personas timoratas de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (Cfr. Ex 18,21). Nos hará bien escuchar esto también hoy, ¡eh! Al contrario, este juez «no temía a Dios ni le importaban los hombres» (V. 2). Era un juez perverso, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta a la Ley pero hacia lo que quería, según sus intereses. A él se dirige una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Sus derechos tutelados por la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo personas solas e indefensas, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, ahí, sola, nadie la defiende, podían ignorarla, incluso no hacerle justicia; así también el huérfano, así el extranjero, el migrante. ¡Lo mismo! En aquel tiempo era muy fuerte esto. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente en fastidiarlo presentándole su pedido de justicia. Y justamente con esta perseverancia alcanza su objetivo. El juez, de hecho, en cierto momento la compensa, no porque es movido por la misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; simplemente admite: «Pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme» (v. 5).
De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda ha logrado convencer al juez deshonesto con sus pedidos insistentes, cuanto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche»; y además no «les hará esperar por mucho tiempo», sino actuará «rápidamente» (vv. 7-8).
Por esto, Jesús exhorta a orar “sin desfallecer”. Todos sentimos momentos de cansancio y de desánimo, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez injusto, que Dios escucha rápidamente a sus hijos, aunque si esto no significa que lo haga en los tiempos y en los modos que nosotros quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varita mágica! Ésta nos ayuda a conservar la fe en Dios y a confiar en Él incluso cuando no comprendemos su voluntad. En esto, Jesús mismo – ¡que oraba tanto! – nos da el ejemplo. La Carta a los Hebreos recuerda que – así dice – «Él dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión» (5,7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús ha muerto en la cruz. No obstante la Carta a los Hebreos no se equivoca: Dios de verdad ha salvado a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero ¡el camino recorrido para obtenerla ha pasado a través de la misma muerte! La referencia a la súplica que Dios ha escuchado se refiere a la oración de Jesús en el Getsemaní. Invadido por la angustia oprimente, Jesús pide al Padre que lo libere del cáliz amargo de la pasión, pero su oración esta empapada de la confianza en el Padre y se encomienda sin reservas a su voluntad: «Pero – dice Jesús – no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa antes de nada es la relación con el Padre. Es esto lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porque quien ora aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.
La parábola termina con una pregunta: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta estamos todos advertidos: no debemos desistir en la oración aunque no sea correspondida. ¡Es la oración que conserva la fe, sin ella la fe vacila! Pidamos al Señor una fe que se haga oración incesante, perseverante, como aquella de la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su llegada. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso. ¡Gracias!. (Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)+
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