Monseñor Fernández, que dice haberse inspirado en su propia experiencia como párroco entre los años 1993 y 2000 en la comunidad Santa Teresita de la ciudad cordobesa de Río Cuarto, piensa que no solamente las directivas pastorales u orientaciones litúrgicas forman parte de su deber episcopal, también la belleza y la sinfonía de sus comunicaciones.
Oda al párroco
Para un cura no hay nada más lindo que ser párroco.
Un párroco es un hombre tomado por Dios que sabe que sin él nada puede y que el Señor es el destino final de su vida.
Un párroco es un enamorado de Jesucristo, que tiene la certeza de que la amistad con él ya no tiene vuelta atrás.
Un párroco experimenta, a veces con dolor, a veces con emoción, que es una vasija de barro que el Espíritu Santo quiso llenar y desbordar a pesar de sus límites y miserias.
Un párroco sabe que cuando las cosas le van mal puede correr a los brazos de la Virgen de Luján, que en ese momento no mirará sus errores y caídas sino a su hijo que la necesita. Así, desde el corazón de la Madre, aprende él mismo a ser siempre misericordioso.
Un párroco no es un solterón. Para él está muy claro que tiene una esposa que le reclama, que lo reta, que lo necesita, que lo estimula, que lo quiere y lo siente suyo a pesar de todo. Al mismo tiempo, es la esposa que festeja con él las alegrías y los lindos momentos. Porque desde que llega a una comunidad sabe que ha nacido una alianza de amor con ese pueblo de Dios.
Un párroco entiende cuando alguien llora por amor, porque él también ha llorado a veces su soledad. Comprende cuando una madre sufre por sus hijos porque él muchas veces se sintió impotente cuando intentó ayudar a otros. Percibe lo que otro siente cuando no puede cumplir sus sueños, porque él también tiene sueños grandes y muchas cosas le salieron mal.
Pero un párroco es un hombre que siempre sale adelante, porque está peregrinando con su comunidad en medio de las pruebas y angustias de esta vida. Sufre con ellos, llora con ellos, espera con ellos. Y muchas veces ellos lo empujan y lo llevan para que no se quede. Mientras tanto, une con cariño sus dolores a los de Cristo crucificado y los ofrece por su comunidad. Porque sabe que así su sacerdocio siempre será fecundo.
Y lo más lindo de ser párroco es experimentar que uno siempre es padre, amigo, compañero, uno del barrio, alguien que tiene su casa entre el pueblo como uno más, sin pretender destacarse, pero seguro de entregar un milagro permanente.
Porque Cristo lo ha tomado con su Palabra, porque él se hace alimento entre sus dedos, porque a través de él el Espíritu Santo se derrama como agua, como aceite perfumado, como sencilla bendición que ayuda a su pueblo a seguir adelante.
Pero el párroco es también un contemplativo de la belleza que siembra el Espíritu Santo. Está atento a la vida de su gente y admira tantos gestos de generosidad, tanta entrega, tanta paciencia, tanta lucha, tanta fe del pueblo de Dios. Y contempla el nuevo nacimiento en cada bautismo, el corazón que se renueva en cada reconciliación, la vida que se eleva a Dios en cada Eucaristía. Y contempla a los niños que crecen, a los jóvenes que se enamoran, a los abuelos que se van yendo de a poco.
La vida del párroco no tiene desperdicio, siempre que viva un sincero orgullo por el don que Dios le ha dado y no pretenda ser feliz con lo que le ofrece este mundo vano.
Aunque le duelan sus errores, sus caídas, sus faltas de generosidad, sabe que su fuerza está en un regalo gratuito. Porque Dios lo eligió, lo llamó y lo consagró porque sí, porque a él le dio la gana.
Así, sabiéndose tan querido, seguro de no tener más mérito que el amor que Dios le tiene, se levantará de nuevo mil veces, y aunque sea con lágrimas en los ojos volverá a gritarle al Señor: ¡Gracias Dios mío por ser sacerdote!
Mons. Víctor Manuel Fernández.+
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