Redipuglia (Italia) (AICA): A cien años de la Primera Guerra Mundial el papa Francisco celebró una misa en el Monumento Militar de Redipuglia, en la provincia de Gorizia, dedicado a la memoria de más de 100.000 soldados italianos caídos durante la Gran Guerra. El Santo Padre habló en su homilía del asesinato de Abel para condenar la indiferencia ante las guerras. “Viendo la belleza de este paisaje, donde hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan, aquí, en este lugar, cerca de este cementerio, solo acierto a decir: la guerra es una locura, su programa es destruir. La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder, encuentran justificación en una ideología, y cuando no es la ideología es la voz de Caín: “¡A mí qué me importa de mi hermano!”. La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres. “¡A mí qué me importa!”.
El Santo Padre -relata la crónica del Vatican Information Service (VIS)- salió del Vaticano en helicóptero a las 8 y aterrizó en el aeropuerto de Ronchi de los Legionarios poco antes de las 9 donde fue recibido por el arzobispo de Gorizia, monseñor Carlo Alberto Maria Redaelli. Desde allí se desplazó en coche al cementerio austrohúngaro de Fogliano de Redipuglia donde reposan 14.550 soldados caídos en esta zona. A la entrada está grabada la frase Im Leben und im Tode vereint, (Unidos en la vida y en la muerte). El Papa depositó una corona de flores ante el monumento central que guarda los restos de 7.000 soldados desconocidos.
Finalizada la visita se dirigió al Monumento Militar, un gran cementerio dedicado a la memoria de más de 100.000 soldados italianos caídos durante la Gran Guerra, que se levanta en las faldas del monte Sei Busi, una cumbre defendida en las primeras fases de la Guerra y en cuya base se encuentra la tumba de Emanuele Filiberto de Saboya Aosta, comandante de la Tercera Armada. El monumento, comenzado en 1933, fue proyectado por el arquitecto Giovanni Greppi y el escultor Giannino Castiglioni e inaugurado por el entonces jefe de gobierno Benito Mussolini en 1938, en presencia de más de 50.000 veteranos de la Primera Guerra Mundial.
La primera lectura de la misa narraba la historia de Caín y Abel y el Santo Padre partió en su homilía del asesinato de Abel para condenar la indiferencia ante las guerras.
“Viendo la belleza del paisaje de esta zona, donde hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan -dijo-, aquí, en este lugar, cerca de este cementerio, solamente acierto a decir: la guerra es una locura. Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye. Destruye también lo más hermoso que Dios ha creado: el ser humano. La guerra trastorna todo, incluso la relación entre hermanos. La guerra es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!
La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder, son motivos que alimentan el espíritu bélico, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso desordenado. La ideología es una justificación, y cuando no es la ideología, está la respuesta de Caín: “A mí qué me importa de mi hermano”, “¿Soy yo el guardián de mi hermano?” La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres. “A mí qué me importa”.
Sobre la entrada a este cementerio, se alza el lema desvergonzado de la guerra: “A mí qué me importa”. Todas las personas que reposan aquí tenían sus proyectos, sus sueños, pero sus vidas quedaron truncadas. ¿Por qué? Porque la humanidad dijo: “A mí qué me importa”. Hoy, tras el segundo fracaso de una guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida “por partes”, con crímenes, masacres, destrucciones. Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: “A mí qué me importa”. En palabras de Caín: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?”.
Esta actitud es justamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, El es el hambriento, el sediento, el forastero, el encarcelado. Quien se ocupa del hermano entra en el gozo del Señor; en cambio, quien no lo hace, quien, con sus omisiones, dice “A mí qué me importa”, queda fuera.
Aquí, y en el otro cementerio, hay muchas víctimas. Hoy las recordamos. Hay lágrimas, hay luto, hay dolor. Y desde aquí recordamos a todas las víctimas de todas las guerras. También hoy hay muchas víctimas. ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista que parece ser tan importante. Y los planificadores del terror, los organizadores del desencuentro, los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: “A mí qué me importa”.
Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar.
Con ese “A mí qué me importa”, que llevan en el corazón los que especulan con la guerra, quizás ganan mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar. Caín no lloró. No pudo llorar. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí, en este cementerio. Se ve aquí. Se ve en la historia que va de 1914 hasta nuestros días. Y se ve también en nuestros días.
Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese “A mí qué me importa” al llanto por todos los caídos de la “masacre inútil”, por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. El llanto, hermanos, la humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto”.
Finalizada la misa y tras recibir el saludo del arzobispo castrense para Italia, monseñor Santo Marcianò, y de los Jefes de Estado Mayor y Comandantes Generales, el obispo de Roma entregó a los presentes la lámpara “Luz de San Francisco”, que encenderán en las diócesis respectivas durante las celebraciones de conmemoración de la Primera Guerra Mundial. La lámpara es un obsequio del Sacro Convento de Asís y el aceite de la Asociación Libera, del sacerdote Luigi Ciotti.
Después, el Papa se despidió de todos y se trasladó al aeropuerto Ronchi de los Legionarios para emprender el regreso al Vaticano.+
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