Francisco: Las lágrimas de Jesús lavaron muchas almas, aliviaron muchas heridas”

Francisco: Las lágrimas de Jesús lavaron muchas almas, aliviaron muchas heridas”

“Las lágrimas de Jesús desconcertaron a muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo lavaron a muchas almas, aliviaron muchas heridas”, expresó esta tarde, el papa Francisco, al presidir en la basílica de San Pedro, la Vigilia “Enjugar las lágrimas”, celebrada en el marco del Año de la Misericordia haciendo referencia a una de las obras de misericordia ‘consolar al triste.

Luego de escuchar algunos conmovedores testimonios el pontífice dirigió unas palabras en las que señaló que “si Dios lloró, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos”.

“Ese llanto –añadió- enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas”.

Emotiva vigilia con conmovedores testimonios
El papa Francisco se conmovió al escuchar los testimonios que se fueron sucediendo durante la celebración. El primero fue el de una familia italiana de Salerno compuesta por Giovanna, de 48 años, casada con Domenico desde 1995. Tienen dos hijos Rafaele y Chiara. Hace un tiempo y cuando tenía solo 15 años, el mayor de los tres, Antonio, se suicidó.

El segundo testimonio fue el del pakistaní Kaizer Felix, quien se presentó acompañado de su familia. Cuando cubría la realidad de la minoría católica, fue víctima “de la violencia brutal y la persecución que promueve la ley de blasfemia”.

El tercer testimonio fue el del italiano Maurizio Frattemico y su hermano gemelo Enzo, quienes lo “tenían todo” en una época: dinero, éxito, mujeres, aunque al final “me sentía vacío, sin sentido”. Maurizio tuvo un intenso cuestionamiento sobre su vida en marzo de 2002 y agradeció a su madre que lloró mucho por él, como “Santa Mónica por San Agustín”. Tras esa experiencia en África se encontró días después con su hermano “que se veía muy alegre, distinto”. Enzo le contó que todo era debido a Dios y lo abrazó. Maurizio comenta que “en ese abrazo sentí el amor que nunca me juzgó ni me condenó”.

Luego de cada testimonio se encendió una vela ante el relicario de la Virgen de las Lágrimas de Siracusa, expuesto en esta ocasión para la veneración de los fieles en la Basílica de San Pedro.

El Papa entregó luego a diez personas el Agnus Dei (antiguo objeto de devoción usado en los años jubilares desde 1470), como símbolo de consuelo y esperanza, bendecido por él mismo. De forma oval y cera blanca, este objeto tiene grabada la imagen del Cordero Pascual en un lado, y del otro lado el logo del Jubileo de la Misericordia.
Entre las personas que lo recibieron están una que ha perdido un hijo en un accidente de tráfico, otra que perdió un familiar en el trabajo, otra que perdió a sus familiares en el genocidio en Ruanda y otra que estuvo encarcelada.

En sus palabras el Santo Padre recordó que en los momentos de tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, “todo el mundo busca una palabra de consuelo”. Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca y sienta compasión de nosotros, precisó.

El Pontífice subrayó que en este sufrimiento “no estamos solos”. También Jesús “experimentó una profunda conmoción y rompió a llorar” cuando murió Lázaro. Asimismo, ha recordado a los presentes que “si Dios ha llorado, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende”. El llanto de Jesús –añadió– es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos.


Discurso del papa Francisco

Hermanos y hermanas:

Después de los conmovedores testimonios que hemos oído, y a la luz de la Palabra del Señor que ilumina nuestra situación de sufrimiento, invocamos ante todo la presencia del Espíritu Santo para que venga sobre nosotros. Que él ilumine nuestras mentes, para que podamos encontrar palabras adecuadas que den consuelo; que él abra nuestros corazones para que podamos tener la certeza de que Dios está presente y no nos abandona en las pruebas. El Señor Jesús prometió a sus discípulos que nunca los dejaría solos: que estaría cerca de ellos en cualquier momento de la vida mediante el envío del Espíritu Paráclito (cf. Jn 14,26), el cual los habría ayudado, sostenido y consolado.

En los momentos de tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, todo el mundo busca una palabra de consuelo. Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca y sienta compasión de nosotros. Experimentamos lo que significa estar desorientados, confundidos, golpeados en lo más íntimo, como nunca nos hubiéramos imaginado. Miramos a nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando encontrar a alguien que pueda realmente entender nuestro dolor. La mente se llena de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por sí sola no es capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que experimentamos y dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es cuando más necesitamos las razones del corazón, las únicas que pueden ayudarnos a entender el misterio que envuelve nuestra soledad.

Vemos cuánta tristeza hay en muchos de los rostros que encontramos. Cuántas lágrimas se derraman a cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras; y juntas forman como un océano de desolación, que implora piedad, compasión, consuelo. Las más amargas son las provocadas por la maldad humana: las lágrimas de aquel a quien le arrebataron violentamente a un ser querido; lágrimas de abuelos, de madres y padres, de niños. Hay ojos que a menudo se quedan mirando fijos la puesta del sol y que apenas consiguen ver el alba de un nuevo día. Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del Señor. Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene a secar las lágrimas de nuestros ojos (cf. Is 25,8; Ap 7,17; 21,4).

En este sufrimiento nuestro no estamos solos. También Jesús sabe lo que significa llorar por la pérdida de un ser querido. Es una de las páginas más conmovedoras del Evangelio: cuando Jesús, viendo llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro, ni siquiera él fue capaz de contener las lágrimas. Experimentó una profunda conmoción y rompió a llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan, con esta descripción, muestra cómo Jesús se une al dolor de sus amigos compartiendo su desconsuelo. Las lágrimas de Jesús desconcertaron a muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo lavaron a muchas almas, aliviaron muchas heridas. Jesús también experimentó en su persona el miedo al sufrimiento y a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la traición de Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no abandona a los que ama» (Agustín, In Joh 49,5).

Si Dios lloró, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me provoca para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que les han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no tienen ya ni siquiera un lugar donde encontrar consuelo. El llanto de Jesús no puede quedar sin respuesta de parte del que cree en él. Como él consuela, también nosotros estamos llamados a consolar.

En el momento del desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota en el corazón de Cristo la oración al Padre. La oración es la verdadera medicina para nuestro sufrimiento. También nosotros, en la oración, podemos sentir la presencia de Dios a nuestro lado. La ternura de su mirada nos consuela, la fuerza de su palabra nos sostiene, infundiendo esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro, oró: « Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11,41-42). Necesitamos esta certeza: el Padre nos escucha y viene en nuestra ayuda.

El amor de Dios derramado en nuestros corazones nos permite afirmar que, cuando se ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que hemos amado. Lo recuerda el apóstol Pablo con palabras de gran consuelo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? […] Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39). El poder del amor transforma el sufrimiento en la certeza de la victoria de Cristo, y de la nuestra con él, y en la esperanza de que un día estaremos juntos de nuevo y contemplaremos para siempre el rostro de la Santa Trinidad, fuente eterna de la vida y del amor.

Al lado de cada cruz siempre está la Madre de Jesús. Con su manto, ella enjuga nuestras lágrimas. Con su mano nos ayuda a levantarnos y nos acompaña en el camino de la esperanza.

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