La celebración litúrgica incluye una celebración de la Palabra, la lectura de la Pasión según el Evangelio de San Juan, la adoración de la Cruz y concluye con la comunión eucarística. Es una celebración sencilla, sobria, sin música ni ornamentos y centrada en la muerte de Jesús.
Antes del comienzo de la ceremonia, los celebrantes se postran en el suelo, ante el altar. Es un símbolo de cómo la humanidad implora perdón por sus pecados. Así lo hizo el papa Francisco, vestido de púrpura en recuerdo de la sangre de Jesús derramada en el Calvario.
El Santo Padre, postrado en el suelo, oró durante unos minutos junto a todos los fieles arrodillados presentes en la basílica. Después de ese instante de oración silenciosa, el pontífice, con la ayuda de los ceremonieros, se puso de nuevo en pie y se procedió a la proclamación de la Palabra.
Tras las lecturas, se descubrió la cruz y se adoró con la siguiente aclamación pronunciada tres veces: “Miren el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Vengan a adorarlo!”.
La homilía la realizó el sacerdote capuchino, padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia quien señaló que a pesar de las muertes registradas todos los días por la crónica, después de dos mil años, la de Jesús se sigue recordando porque cambió el sentido de la muerte.
Señaló que la cruz, en la sociedad líquida en la que vivimos, representa “un punto fijo”, un “No” definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos “el mal”; y, al mismo tiempo, es el “Sí”, igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. “No” al pecado, “Sí” al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte”, expresó el padre Cantalamessa.
En este sentido, señaló que “el corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como ‘el Sagrado Corazón’. Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros”.
Homilía del Padre Cantalamessa
“Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta. Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.
“Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua” (Jn 19,33-34). Al comienzo de su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús respondió: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del lado de este templo “destruido” brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía de Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.).
Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente, sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si el Cordero vive en el cielo “inmolado, pero de pie”, también su corazón comparte el mismo estado; es un corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.
Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la humanidad: “corazón de tinieblas”. Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas, palpita en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al encarnarse, no había abandonado la Trinidad.
“Ahora se realiza el designio del Padre –dice una antífona de la Liturgia de las Horas–, hacer Cristo el corazón del mundo”. Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística medieval: “El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien” (Juliana de Norwich).
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Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. En él está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una inscripción alrededor: “Stat crux dum volvitur orbis”: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.
¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella es el “No” definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos “el mal”; y, al mismo tiempo, es el “Sí”, igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. “No” al pecado, “Sí” al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte.
La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la “envidia del demonio” (Sab 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre, excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto. Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: “Demasiado grande es mi culpa para obtener el perdón” (Gén 4,13).
La cruz no “está”, pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo –dice Jesús a Nicodemo–, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.
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“Dum volvitur orbis”, mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad “líquida”; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.
Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: “Qué hicimos para disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros? ¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada infinita?” (F. NIETZSCHE, La gaya ciencia, aforismo 125 (Edaf, Madrid 2002).
Se dijo que “matar a Dios es el más horrendo de los suicidios”, y es lo que estamos viendo. No es verdad que “donde nace Dios, muere el hombre” (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre.
Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.
Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella “está la cruz de Cristo”. Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: “O crux, ave spes única”, Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.
Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado. “¡Vosotros lo crucificasteis –grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés–, pero Dios lo ha resucitado!” (Hch 2,23-24). Él es quien “había muerto, pero ahora vive por los siglos” (Ap 1,18). La cruz no “está” inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad en curso, viva y operante.
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Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno de nosotros.
La Biblia lo llama el corazón de piedra: “Arrancaré de ellos el corazón de piedra –dice Dios en el profeta Ezequiel– y les daré un corazón de carne” (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo; es también el corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos, más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía fundamentalmente “para nosotros mismos” y no “para el Señor”.
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron” (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: “Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en los sepulcros de su mortalidad, levantando la piedra que gravaba sobre ellos” (SAN LEÓN MAGNO, Sermo 66, 3: PL 54, 366).
El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como “el Sagrado Corazón”. Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: “¡Oh, Dios! ¡Ten piedad de mí, pecador!”, y también nosotros, como él, volveremos a casa “justificados” (Lc 18,13-14).”
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