El Papa destacó la valentía y esperanza que dan las mujeres en tiempos difíciles
Francisco puso de manifiesto la valentía de las mujeres que en tiempo duros para cualquier pueblo ellas aportan esperanza y destacó a las que, a veces humildes y tachadas de ignorantes, pero llenas de fe, de valor son capaces de orientar a los hombres y mujeres de su tiempo, que se enfrentan a una situación desesperada.
“El Libro bíblico que revela el nombre de Judith narra la imponente campaña militar del rey Nabucodonosor, el cual, reinando en Nínive, amplía los confines de su imperio sometiendo y esclavizando a todos los pueblos de su entorno. El lector entiende que se encuentra delante de un grandísimo enemigo invencible que está repartiendo muerte y destrucción, y que llega hasta la Tierra Prometida, situando a los hijos de Israel ante un peligro muy serio”.
“El ejército de Nabucodonosor –continuó–, bajo la guía del general Oloferne, asedia una ciudad de Judea, Betulia, corta el suministro de agua y mina la resistencia de la población. La situación era dramática, hasta el punto de que los habitantes de la ciudad se rebelaron contra los ancianos pidiéndoles que se rindieran a los enemigos”.
“El fin parece inevitable, la capacidad de confiar en Dios se ha agotado y, paradójicamente, parece que, para escapar de la muerte, no queda más remedio que entregarse a las manos de los asesinos”.
Sin embargo, Francisco narró cómo “delante de tanta desesperación, el jefe del pueblo intenta llevar una última luz de esperanza: resistir todavía cinco días más, esperando la intervención salvífica de Dios. Pero se trata de una esperanza débil. En realidad, nadie, entre el pueblo, es ya capaz de esperar. En medio de este contexto aparece en escena Judith. Una viuda, una mujer de gran belleza y sabiduría que habla a las personas con el lenguaje de la fe”, pide al pueblo que no pongan a prueba al Señor.
El Papa concluyó: “Con la fuerza de un profeta, Judith convence a los hombres de su pueblo para llevarlos de vuelta a la fe en Dios. Con la mirada de un profeta, ve más allá del estrecho horizonte propuesto por los líderes y que el miedo convertía aún en más limitado. El Señor es el Dios de la salvación, sea cual sea la forma que adopta. La salvación está libre de enemigos y nos trae la vida, pero en sus planes impenetrables puede haber salvación también en la muerte”.
El personaje bíblico de Judit “nos muestra a una mujer llena de fe y de valor, capaz de orientar a los hombres y mujeres de su tiempo”, que “se enfrentaban a una situación límite y desesperada, hacia la verdadera esperanza en Dios”, dijo el Santo Padre en sus palabras en español y señaló que “ante las situaciones difíciles y dolorosas”, “el camino a seguir es el de la confianza en Dios”, y “nos invita a recorrerlo con paz, oración y obediencia”. Haciendo todo lo que esté en nuestra mano para superar estas situaciones, pero reconociendo siempre y en todo la voluntad del Señor.
“No pongamos nunca condiciones a Dios y dejemos, por el contrario, que la esperanza derrote a nuestros temores”, indicó. “Fiarse de Dios quiere decir entrar en sus planes sin ninguna pretensión, incluso aceptando que su salvación y su ayuda nos lleguen de una forma diferente a nuestras expectativas”.
Continuando con la figura de Judit, el Santo Padre subrayó que como ella, “tenemos que mirar más allá de las cosas del aquí y el ahora”, y “descubrir que Dios es un Padre bueno que sabe todo lo que nos hace falta mejor que nosotros mismos”.
“Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afecto, felicidad, y es justo hacerlo, pero siendo conscientes de que Dios trae vida incluso de la muerte, que se puede experimentar la paz incluso en la enfermedad, y que nos puede dar serenidad también en la soledad, y felicidad en el llanto. Nosotros no somos quiénes para decirle al Señor lo que debe hacer, incluido aquello de lo que tengamos necesidad. Él lo sabe mejor que nosotros, y debemos fiarnos, porque su camino y su pensamiento son diferentes a los nuestros”.
Nosotros podemos pedirle todo lo que necesitemos, reiteró Francisco, pero “siempre con la humildad necesaria para reconocer su voluntad y entrar en sus designios”, aunque a veces “no coincidan con los nuestros”, “pues Él es el único que con su amor puede sacar vida incluso de la muerte, conceder paz en la enfermedad, serenidad en la soledad y el consuelo en el llanto”.
Catequesis del papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de las mujeres que el Antiguo Testamento nos presenta, resalta aquella de una gran heroína del pueblo: Judit. El Libro bíblico que lleva su nombre narra la grandiosa campaña militar del rey Nabucodonosor, el cual, reinando en Nínive, expande los límites del imperio derrotando y conquistando a todos los pueblos de su alrededor. El lector entiende que se encuentra ante un gran e invencible enemigo que está sembrando muerte y destrucción y que llega hasta la Tierra Prometida, poniendo en peligro la vida de los hijos de Israel.
El ejército de Nabucodonosor, de hecho, bajo la guía del general Holofernes, sitió una ciudad de Judea, Betulia, cortando las reservas de agua y debilitando así la resistencia de la población.
La situación se vuelve dramática, al punto que los habitantes de la ciudad se dirigen a los ancianos pidiendo rendirse ante los enemigos. Sus palabras son desesperadas: «Ya no hay nadie que pueda auxiliarnos, porque Dios nos ha puesto en manos de esa gente para que desfallezcamos de sed ante sus ojos y seamos totalmente destruidos. Han llegado a decir esto: “Dios nos ha abandonado”; la desesperación era grande en esa gente. Llámenlos ahora mismo y entreguen la ciudad como botín a Holofernes y a todo su ejército» (Jdt 7,25-26). El fin parece inevitable, la capacidad de confiar en Dios se ha terminado – la capacidad de confiar en Dios se ha terminado. Y cuantas veces nosotros llegamos a situaciones extremas donde no sentimos ni siquiera la capacidad de tener confianza en el Señor. Es una fea tentación. Y, paradójicamente, parece que, para huir de la muerte, no queda más que entregarse en manos de quien asesina. Ellos saben que estos soldados entraran a saquear la ciudad, tomar a las mujeres como esclavas y luego matar a todos los demás. Esto es justamente “lo extremo”.
Y ante tanta desesperación, el jefe del pueblo intenta proponer un motivo de esperanza: resistir todavía cinco días, esperando la intervención salvífica de Dios. Pero es una esperanza débil, que les hace concluir: «Si transcurridos estos días, no nos llega ningún auxilio, entonces obraré como ustedes dicen» (7,31). Pobre hombre: no tenía salida. Cinco días les son concedidos a Dios – y está aquí el pecado – cinco días les son concedidos a Dios para intervenir; cinco días de espera, pero ya con la perspectiva del final. Conceden cinco días a Dios para salvarlos, pero saben que no tienen confianza, esperan lo peor. En realidad, ninguno más, entre el pueblo, es todavía capaz de esperar. Estaban desesperados.
Es en esta situación aparece en escena Judit. Viuda, mujer de gran belleza y sabiduría, ella habla al pueblo con el lenguaje de la fe. Valiente, reprocha en la cara al pueblo diciendo: «Ustedes ponen a prueba al Señor todopoderoso, […]. No, hermanos; cuídense de provocar la ira del Señor, nuestro Dios. Porque si él no quiere venir a ayudarnos en el término de cinco días, tiene poder para protegernos cuando él quiera o para destruirnos ante nuestros enemigos. […]. Por lo tanto, invoquemos su ayuda, esperando pacientemente su salvación, y él nos escuchará si esa es su voluntad» (8,13.14-15.17). Es el lenguaje de la esperanza. Toquemos la puerta del corazón de Dios, Él es Padre, Él puede salvarnos. Esta mujer, viuda, arriesga de quedar mal ante los demás. ¡Pero es valiente! ¡Va adelante! Esta es mi opinión: las mujeres son más valientes que los hombres.
Y con la fuerza de un profeta, Judit convoca a los hombres de su pueblo para conducirlos a la confianza en Dios; con la mirada de un profeta, ella ve más allá del estrecho horizonte propuesto por los jefes y del miedo que lo hace aún más limitado. Dios actuará ciertamente – ella lo afirma – mientras la propuesta de los cinco días de espera es un modo para tentarlo y para someterse a su voluntad. El Señor es Dios de salvación – y ella lo cree –, cualquier forma esa tome. Es salvación librar de los enemigos y hacer vivir, pero, en sus planes impenetrables, puede ser salvación también entregar a la muerte. Mujer de fe, ella lo sabe. Luego conocemos el final, como terminó la historia: Dios salva.
Queridos hermanos y hermanas, no pongamos jamás condiciones a Dios y dejemos en cambio que la esperanza venza nuestros temores. Confiar en Dios quiere decir entrar en sus designios sin ninguna pretensión, también aceptando que su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de modos distintos a nuestras expectativas. Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afectos, felicidad; y es justo hacerlo, pero con la conciencia que Dios sabe traer vida también de la muerte, que se puede experimentar la paz también en la enfermedad, y que puede haber serenidad también en la soledad y alegría también en el llanto. No somos nosotros los que podemos enseñar a Dios aquello que debe hacer, de lo que nosotros tenemos necesidad. Él lo sabe mejor que nosotros, y debemos confiar, porque sus vías y sus pensamientos son distintos a los nuestros.
El camino que Judit nos indica es aquel de la confianza, de la espera en la paz, de la oración y de la obediencia. Es el camino de la esperanza. Sin fáciles resignaciones, haciendo todo lo que está en nuestras posibilidades, pero siempre permaneciendo en el surco de la voluntad del Señor, porque – lo sabemos – ha orado mucho, ha hablado al pueblo y después, valerosa, se ha ido, ha buscado el modo para acercarse al jefe del ejército y ha logrado cortarle la cabeza, decapitarlo. Es valiente en la fe y en las obras. Y busca siempre al Señor. Judit, de hecho, tiene un plan, lo actúa con suceso y lleva al pueblo a la victoria, pero siempre en la actitud de fe de quien todo acepta de la mano de Dios, segura de su bondad.
Así, una mujer llena de fe y de valentía devuelve la fuerza a su pueblo en peligro mortal y lo conduce sobre la vía de la esperanza, indicándolo también a nosotros. Y nosotros, si hacemos un poco de memoria, cuántas veces hemos escuchado palabras sabias, valientes, de personas humildes, de mujeres humildes que uno piensa que – sin despreciarlas – fueran ignorantes. Pero son palabras de la sabiduría de Dios. Las palabras de las abuelas. Cuantas veces las abuelas saben decir la palabra justa, la palabra de esperanza, porque tienen la experiencia de la vida, han sufrido mucho, se han encomendado a Dios y el Señor les da este don de darnos consejos de esperanza. Y, recorriendo esas vías, será alegría y luz pascual encomendarse al Señor con las palabras de Jesús: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y esta es la oración de la sabiduría, de la confianza y de la esperanza.+
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