Desde la ventana de su estudio del Palacio Apostólico, el pontífice expresó a los fieles congregados en la plaza de San Pedro, que la ‘felicidad’ “no es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguimiento del Señor. En este sentido el Santo Padre señaló que “para ser bienaventurado, se necesita ante todo ser convertido, para así estar en grado de apreciar y vivir los dones de Dios”.
La predicación de Jesús, precisó Francisco, sigue un camino particular, “comienza con el término ‘bienaventurados’, es decir, felices; y prosigue con la indicación de la condición para alcanzar esta felicidad; y concluye haciendo una promesa”. El motivo de la bienaventuranza, es decir, de la felicidad, subrayó el Papa, no está en la condición pedida, sino en la sucesiva promesa, de recibirlo con fe como don de Dios.
Reflexionando sobre la primera bienaventuranza “dichosos los pobres de espíritu” Francisco dijo que “el pobre de espíritu es aquel que ha asumido los sentimientos y las actitudes de esos pobres que en su condición no se rebelan, sino que saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios”.
“La felicidad de los pobres de espíritu tiene dos dimensiones: respecto a los bienes materiales es la sobriedad, no necesariamente renuncia, sino la capacidad de vivir lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas sin sobrecargarse en la opacidad del consumo voraz”.
“Cuanto más tengo, más quiero y esto mata el alma. El hombre o la mujer que haga esto no será feliz”, manifestó.
Por otro lado, “respecto a Dios y a su alabanza, es el reconocimiento de que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, que ha querido el mundo para todos los hombres en su condición de pequeñez”.
“¡Si en nuestras comunidades hubiese pobres de espíritu habría menos divisiones, contrastes y polémicas!”, exclamó. “La humildad como la caridad es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas”, expresó.
Palabras del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (cfr Mt 5,1-12a), que abren el gran discurso llamado “de la montaña”, la “carta magna” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad.
Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y les libera de los que les maltratan. Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurado”, es decir felices; prosigue con la indicación de la condición para ser tales; y concluye haciendo una promesa.
El motivo de las bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida –“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambrientos de justicia”, “perseguidos”…– sino en la sucesiva promesa, para recibir con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder a mundo nuevo, el “reino” anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguir al Señor, por el que la realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se es convertido, para poder apreciar y vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (v. 4). El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos pobres que en su condición no se revelan, pero saben que son humildes, dóciles, dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con Dios.
Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin sobrecargarse en la opacidad del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo más quiero. Este es el consumo voraz y esto mata el alma. El hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, “más tengo, más quiero”, no es feliz y no llegará a la felicidad.
En lo relacionado con Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas. Es Él el que ha querido al mundo por todos los hombres, y los has querido para que los hombres fueran felices.
El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo, de las riquezas materiales, no se obstina sobre las propias opiniones, sino que escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas.
Los pobres, en este sentido evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir a la posesión. Esto quisiera subrayarlo: privilegiar el compartir a la posesión. siempre tener las manos y el corazón así (gesto de mano abierta), no así (gesto de puño cerrado). Cuando el corazón está así (cerrado) es un corazón pequeño, ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón está así (abierto) va sobre el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en Dios, rico de misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.+
Publicar un comentario