En este tercer domingo de Adviento, el Santo Padre explicó que las lecturas del día nos ofrecen el contexto adecuado para comprender y vivir la alegría de la llegada del Señor. “Esperamos a Jesús, que vino a traer la salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María y estamos llamados a participar del este júbilo, esta alegría”.
“La alegría es el fruto de esta intervención de la salvación y del amor de Dios en nuestras vidas”, resaltó.
El Santo Padre señaló que “no se trata de una alegría superficial o puramente emotiva, ni tampoco es una alegría mundana como la que da el consumismo”.
“Se trata de una alegría más auténtica, de la cual estamos llamados a redescubrir su sabor. Es una alegría que toca lo íntimo de nuestro ser, mientras esperamos a Aquel que ya ha venido a traer la salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María”.
“Hoy se nos invita -dijo Francisco- a regocijarnos en la inminente venida de nuestro Redentor, y estamos llamados a compartir esta alegría con los demás, dar consuelo y esperanza a los pobres, a los enfermos, a las personas que están solas y a la gente infeliz”, finalizó.
Después del rezo del Ángelus, el Papa saludó a los niños y jóvenes presentes en la Plaza de San Pedro para la tradicional bendición de los “Niños Jesús” del Pesebre, o “Bambinelli”, organizada por los oratorios parroquiales y las escuelas católicas romanas.
“Queridos niños, cuando recen delante del Pesebre con sus padres, pidan al Niño Jesús que les ayude a todos a amar a Dios y al prójimo. Y acuérdense de rezar por mí como yo me acuerdo de rezar por ustedes”, pidió.
Palabras del papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos el tercer domingo de adviento, caracterizado por la invitación de san Pablo: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5). No es una alegría superficial o puramente emotiva a la que nos exhorta el apóstol. Y tampoco esa mundana o esa alegría del consumismo, no, no es esa. Se trata de una alegría más auténtica, de la que estamos llamados a redescubrir el sabor, el sabor de la verdadera alegría. Es una alegría que toca la intimidad de nuestro ser, mientras que esperamos a Jesús, que ya vino a traer la salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María. La liturgia de la Palabra nos ofrece el contexto adecuado para comprender y vivir esta alegría. Isaías habla de desierto, de tierra árida, de estepa (cfr 35,1); el profeta tiene delante de sí manos débiles, rodillas vacilantes, corazones perdidos, ciegos, sordos y mudos (cfr vv. 3-6). Es el cuadro de una situación de desolación, de un destino inexorable sin Dios.
Pero finalmente la salvación es anunciada: “Sean fuertes, no teman –dice el prófeta–. Miren a su Dios, […] que los salvará” (cfr Is 35,4). Y enseguida todo se transforma: el desierto florece, la consolación y la alegría impregnan los corazones (cfr vv. 5-6). Estos signos anunciados por Isaías como reveladores de la salvación ya presente, se realizan en Jesús. Él mismo lo afirman respondiendo a los mensajeros enviados por Juan Bautista. ¿Qué dice Jesús a estos mensajeros? “Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan” (Mt 11,5). No son palabras, son hechos que demuestran cómo la salvación traída por Jesús, aferra a todo el ser humano y lo regenera. Dios entró en la historia para liberar de la esclavitud del pecado; puso su tienda en medio de nosotros para compartir nuestra existencia, sanar nuestras llagas, vendar nuestras heridas y donarnos la vida nueva. La alegría es el fruto de esta intervención de salvación y de amor de Dios.
Estamos llamados a participar del sentimiento de júbilo, este júbilo, esta alegría. Pero un cristianismo que no está alegre, algo le falta a este cristiano, o no es cristiano. La alegría del corazón, la alegría dentro que nos lleva adelante y da el valor. El Señor viene, viene a nuestra vida como liberador, viene a liberarnos de todas las esclavitudes interiores y exteriores. Es Él quien nos indica el camino de la fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia porque, a su llegada, nuestra alegría será plena.
La Navidad está cerca, los signos de su aproximarse son evidentes en nuestras calles y en nuestras casas; también aquí en la Plaza se puso el pesebre y al lado el árbol. Estos signos externos nos invitan a recibir al Señor que siempre viene y llama a nuestra puerta; llama a nuestro corazón para acercarse. Nos invitan a reconocer sus pasos entre los de los hermanos que pasan a nuestro lado, especialmente los más débiles y necesitados.
Hoy somos invitados a alegrarnos por la venida inminente de nuestro Redentor; y estamos llamados a compartir esta alegría con los otros, donando consuelo y esperanza a los pobres, a los enfermos, a las personas solas e infelices. La Virgen María, la “sierva del Señor”, nos ayude a escuchar la voz de Dios en la oración y a servirlo con compasión en los hermanos, para alcanzar preparados el encuentro con la Navidad, preparando nuestro corazón a recibir a Jesús. +
Publicar un comentario