El Santo Padre les dirigió un discurso en el que reflexionó sobre el carisma vicentino apoyado en profundizar tres verbos: adorar, acoger y andar.
La oración, explicó el Papa, se sustenta en la oración, una oración que implique situarse delante de Dios para colocarle en el lugar principal de la vida de todo cristiano.
El Papa recordó las “innumerables iniciativas de San Vicente de Paul dirigidas a cultivar la vida interior y a dedicarse a la oración que purifica y abre el corazón. Para él la oración era esencial. Es la brújula de cada día, como un manual de vida”.
“Una vez descubierta, la adoración se vuelve irrenunciable porque es pura intimidad con el Señor, que da paz y alegría, y deshace los sufrimientos de la vida”, aseguró Francisco.
Seguidamente añadió el pontífice: “Cuando escuchamos esta palabra, acoger, se nos viene rápidamente la idea de que hay que hacer algo. Pero en realidad, acoger es una disposición más profunda: no exige solo hacer sitio a alguien, sino ser una persona acogedora, disponible, habituada a darse a los demás”, destacó el obispo de Roma.
“El cristiano que acoge –aseguró el Papa– es un verdadero hombre o mujer de Iglesia, porque la Iglesia es madre, y una madre acoge la vida y la acompaña”.
Por último, el verbo “ir”. Está estrechamente vinculado con el amor al prójimo, porque “quien ama no está en el sofá mirando, esperando a que llegue un mundo mejor, sino que, con entusiasmo, con sencillez, se levanta y se pone en camino”, explicó el papa Francisco.
“San Vicente lo explicó bien: ‘Nuestra vocación es andar, no sólo en una parroquia ni tampoco en una diócesis, sino por toda la tierra. ¿Y para hacer qué? A encender los corazones de los hombres, haciendo aquello que hizo el Hijo de Dios, Él que vino a traer el fuego al mundo para encenderlo con su amor’”.
Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Gracias por su calurosa bienvenida y gracias al Superior General por haber ilustrado nuestra reunión.
Los saludo y junto con ustedes doy las gracias al Señor por los cuatrocientos años de su carisma. San Vicente ha generado un impulso de caridad que dura siglos: un impulso que brotó de su corazón. Por eso hoy tenemos aquí la reliquia: el corazón de San Vicente. Hoy me gustaría animarlos a seguir este camino, proponiendo tres verbos simples que creo muy importantes para el espíritu vicentino, pero también para la vida cristiana en general: adorar, acoger, ir.
Adorar. Son innumerables las invitaciones de San Vicente a cultivar la vida interior y a dedicarse a la oración que purifica y abre el corazón. La oración es esencial para él. Es la brújula de todos los días, es como un manual de la vida, es -escribía- “el gran libro del predicador”: Solamente rezando se consigue de Dios el amor que hay que derramar sobre el mundo; solamente rezando se tocan los corazones de la gente cuando se anuncia el Evangelio. (ver Carta a A. Durand, 1658). Pero para San Vicente la oración no es solo un deber, y mucho menos un conjunto de fórmulas. La oración es detenerse ante Dios para estar con él, para dedicarse simplemente a Él Esta es la oración más pura, la que deja espacio al Señor y a su alabanza, y nada más: la adoración.
Una vez descubierta, la adoración se hace indispensable, porque es pura intimidad con el Señor, que da paz y alegría, y derrite los afanes de la vida. Por eso San Vicente aconsejaba a uno que estaba sometido a una presión particular, que permaneciera en oración “sin tensión, arrojándose en Dios con miradas simples, sin tratar de tener su presencia con un esfuerzo considerable, sino abandonándose a Él” (Carta a G. Pesnelle, 1659).
Esto es la adoración: ponerse ante del Señor, con respeto, con calma y en silencio, dándole el primer lugar, abandonándose confiados. Para pedirle después que su Espíritu venga a nosotros y dejar que nuestras cosas vayan a Él. Así, también las personas necesitadas, los problemas urgentes, las situaciones difíciles y pesadas entran en la adoración, tanto es así que San Vicente pedía que se “adorasen en Dios incluso las razones que son difíciles de comprender y aceptar (véase Carta a F. Get, 1659). El que adora, el que va a la fuente viva del amor no puede por menos que “contaminarse” por decirlo así. Y empieza a comportarse con los demás como el Señor hace con él: se vuelve más misericordioso, más comprensivo, más disponible, supera sus durezas rigidez y se abre a los demás.
Llegamos al segundo verbo: acoger. Cuando escuchamos esta palabra, inmediatamente pensamos en algo que hacer. Pero en realidad acoger es una disposición más profunda: no se trata solamente de hacer sitio a alguien, sino de ser personas acogedoras, disponibles, acostumbradas a darse a los demás. Como Dios por nosotros, así nosotros por los demás. Acoger significa redimensionar el propio yo, enderezar la forma de pensar, entender que la vida no es de mi propiedad privada y que el tiempo no me pertenece. Es un desprendimiento lento de todo lo que es mío: mi tiempo, mi descanso, mis derechos, mis programas, mi agenda. El que acoge renunciar al yo y hace entrar en la vida el tú y el nosotros.
El cristiano acogedor es un verdadero hombre y mujer de la Iglesia, porque la Iglesia es Madre y una madre acoge y acompaña la vida. Y como un hijo se parece a su madre, en los rasgos, así el cristiano tiene estos rasgos de la Iglesia. Entonces es un hijo verdaderamente fiel de la Iglesia, que es acogedora que, sin quejarse, crea concordia y comunión y con generosidad siembra paz, incluso si no es correspondida. ¡Que San Vicente nos ayude a promover este "ADN" eclesial de la acogida, de la disponibilidad, de la comunión, para que de nuestras vidas “desaparezca toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad!” (Efesios 4:31).
El último verbo: ir. El amor es dinámico, sale de sí mismo. El que ama no se queda en un sillón mirando, esperando el advenimiento de un mundo mejor, sino que con entusiasmo y sencillez se levanta y se va. Lo decía muy San Vicente: “Por tanto, nuestra vocación es ir, no a una parroquia, ni tampoco solamente a una diócesis, sino a toda la tierra. ¿Y para hacer qué? Para inflamar los corazones de los hombres, haciendo lo que hizo el Hijo de Dios, Él, que vino a traer fuego al mundo para inflamarlo con su amor” (Conferencia del 30 de mayo, 1659). Esta vocación siempre es válida para todos. Plantea preguntas a cada uno: “¿Salgo yo al encuentro de los otros, como quiere el Señor? ¿Llevo dónde voy este fuego de caridad o me encierro para calentarme frente a mi chimenea?”.
Queridos hermanos y hermanas, gracias porque están en movimiento por los caminos del mundo, como San Vicente les pediría hoy también. Les deseo que no se detengan, sino que prosigan sacando cada día de la adoración el amor de Dios y lo difundan por todo el mundo a través del buen contagio de la caridad, de la disponibilidad, de la concordia. Los bendigo a todos y a los pobres que encuentren. Y por favor, les pido la caridad de que no se olviden de rezar por mí”.
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