Mons. Castagna: Cristo es la luz de este mundo
En el Evangelio de este domingo, precisamente, Jesús les dice a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra… ustedes son la luz del mundo…”. Dos expresiones, acompañadas con su correcta interpretación y advertencia: tanto si la sal pierde su sabor, como si la luz es cobardemente escondida debajo de la cama, es inevitable que los efectos de ambas actitudes se hagan sentir en la sociedad.
Texto completo de la sugerencia homilética
1.- La luz de este mundo es Cristo.
Es incomprensible la falta de luz en un mundo como el nuestro. La ciencia ha vencido, casi en su totalidad, los espacios sombríos e inexplorados. No nos engañemos. La verdadera Luz ha sido absorbida por las oscuras tinieblas. Lo que parece una contradicción, resulta no serlo. El mal y el error se disfrazan de bien; las tinieblas aparentan ser rutilantes luminarias. Pero, la Luz de este mundo, y de toda la Creación, es Cristo. En Él se expresa la Verdad y, para que los hombres se acerquen a ella, necesitan reconocer al Hijo de Dios encarnado en el seno virginal de María. Nadie puede cambiar esta realidad sin echarlo todo a perder. Sin embargo existe un empecinamiento en rechazarla, como díscolos aprendices que se empeñan en sustituir, con su inconsistente opinión, la enseñanza de su Maestro. La soberbia aleja de la verdad y se apega al error y a la vida mendaz, en un estilo cultural autorreferente e irresponsable. Todo entra en un cono de sombras, donde no existe luz que resalte los contornos, ni sal que preserve del relativismo y del engaño. El fariseísmo, que inspiraba la preceptiva rígida y el estilo de vida de aquellos principales del pueblo de Jesús, adopta nuevas y contemporáneas formas. También alojadas en venerables instituciones religiosas.
2.- Jesús infunde su Luz en quienes creen en Él.
Cristo vino a infundir su propia luz en quienes decidan un viraje de 180°, al escucharlo y reconocerlo como Señor y Mesías. Se repite el mismo concepto durante todo el Nuevo Testamento: “Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Juan 17,3). No existe otro sendero válido, que no converja en esa única y absoluta Verdad. Para ello es preciso conocer al Dios verdadero, como Él quiso hacerse conocer. Jesús manifiesta una conciencia clara de constituir la única expresión del Padre Dios. Se sorprende de que Felipe no lo entienda, a pesar de la prolongada convivencia que ha mantenido con él y con sus hermanos condiscípulos: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre” (Juan 14,9). En el proceso de identificarlo como Dios, es éste el paso obligado, para quienes buscan sinceramente a Dios como única Verdad. En otras ocasiones hemos recordado las pruebas aportadas por quienes han hecho la experiencia de la conversión. La búsqueda es trabajosa y tensionante, hasta conflictiva. El encuentro, como el de Saulo, es una humillante caída en tierra; un vacío enceguecedor de todo y el encuentro inesperado e impactante con la nueva y consistente realidad. Jesús -no el perseguido sino el santo perseguidor de los hombres- es la Verdad necesitada e inconscientemente buscada. Es urgente que este mundo escuche el anuncio y el llamado al cambio que le reclama el Evangelio.
3.- ¿Somos sal sin sabor y luz escondida?
Se manifiesta, de parte de muchos bautizados, un ocultamiento de la Luz -que está en ellos- y la inutilización de la sal, que debe preservar de la corrupción y del error. Jesús se dirige a sus discípulos, no al mundo que debe ser evangelizado por ellos, cuando formula esta impresionante declaración: “Ustedes son la sal de la tierra…” “Ustedes son la luz del mundo…”. (Mateo 5,13-14) Dos expresiones, acompañadas con su correcta interpretación y advertencia: tanto si la sal pierde su sabor, como si la luz es cobardemente escondida debajo de la cama. Es inevitable que los efectos de ambas se hagan sentir benéficamente en la sociedad y suscite, en algunos sectores opuestos, la más sanguinaria intolerancia. Por algo el Señor insiste en exhortar a no claudicar por miedo: “No temas”. La misma expresión aparece 365 veces en la Biblia. El miedo contradice el mandato expreso de Dios. La vida cristiana es una batalla ganada al miedo. En el mandato misionero (Mateo 28) Cristo resucitado ofrece su auxilio personal a quienes envía, ya que la tarea que les encomienda resulta sobrehumana sin su asistencia continua: “hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28,19-20). El secreto del éxito de esta singular misión está en la presencia prometida del Señor durante todo el tiempo de la historia.
4.- La obligación y urgencia de evangelizar.
Es preciso recordar y anunciar esa “presencia” a todos, quieran o no quieran dispensarle su atención. Se desprende del mandato misionero la obligación de ofrecer a todos los pueblos el Evangelio. Esta santa exigencia se opone a toda tentativa de suprimir el ejercicio de la libertad con la consigna fundamentalista de “religión o muerte”. La fe no deja de ser un intercambio de libertades: la de Dios, que se autorrevela por amor y la de la persona humana, que acepta el ofrecimiento de la amistad divina. En la terminología del apóstol Pablo, la predicación del Evangelio constituye una llamada de Cristo a la obediencia al Padre. En esa perspectiva, la obediencia es una respuesta humana al amor divino, expresado en la muerte dolorosa y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios encarnado. El mundo debe recuperar la conciencia del amor sin fronteras que Dios le profesa, de esa única e impresionante manera: “Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16).+
Publicar un comentario